Señora de todo.

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            Mis nervios están matándome y no puedo deja de mirar el heptágono en mis manos. Estoy en el último café de mi lista  en New York; como policía tienes este extraño fetiche por los sitios donde venden rosquillas: no, no es solo en los Simpson.

            El caso es que hice una lista de los mejores y peores cafés cuando llegué. En el que estoy, es el último en la lista de los peores. Casi siempre está solo y quiero pasar desapercibido; es como una necesidad de ser invisible, aunque creo que eso soy de momento. No estoy muy seguro de si la gente puede verme o no: tome un taxi hasta acá, con todos esos implementos que la gente usa para esconderse y creo que el taxista me vio lo suficiente como para montarme plática; por alguna razón pensó que era turista.

            La mesera, una chica pequeña con cabello castaño, viene hacia mí con la misma desgana que transmite el lugar; es eso o una profunda melancolía. Estoy sentado intentando leer una revista sobre finanzas con mi gorro para playa casi tapando mis ojos.

            ― ¿Qué desea? ―confirmó mi sospecha de que solo pueden dejar de verme cuando quiero.

            ―Solo un café estaría bien ―contesto sin dejar de mirar una estadística que poco entiendo.

            ― ¿Cargado?

            ― ¿Tenían aquí esa opción? ―miro por encima de mi material de cautela y la chica casi que suelta la carcajada.

            ―Será un café cargado entonces.

            Por lo menos le rompí la monotonía alguien, no pude evitarlo. Salió de lo más profundo de mí. El callejón de mala muerte, me recuerda al sitio donde me conseguí con Beberly aquella noche. Pensé que estaba enloqueciendo, cayendo en lo bajo del despecho y la decepción por aquella mujer.

            No quiero que esto suene extraño, pero cuando ella apareció, lo negro se transformó en gris; supongo que eso es un avance. Mi vida pasó de girar en torno a las cervezas y trabajo, a girar en torno a las preguntas que nadie me ha formulado.

            Miro al heptágono de nuevo y le hago girar sobre la mesa de plástico, deseando verla. Algo en mí me pide a gritos que lo haga y me doy cuenta que últimamente me he dejado llevar por los instintos.

            Cuando no aparece nada en el vidrio de aquel artilugio, mis ánimos bajan. ¿Cuál es la probabilidad de hacer girar a un objeto semicuadrado? No lo sé, eso solo lo logro rompiendo las leyes; irónico de alguna forma para un policía.

            La camarera llega dejando mi agua con azúcar (eso parece) frente a mí ―y espero que tenga azúcar―. De café quizá tenga la esencia, pero igual sonrío.

            La perla quedó en mi casa, aunque debería comenzar a moverme y abandonar este sitio. Solo que, no tengo la menor idea de adonde ir y eso me paraliza. ¿Dónde está mi respuesta a todo?

            De repente, una idea se me cruza por la cabeza, es algo loca y jamás pensé que ejecutaría algo así; si no voy a ella, que venga por mí.

            Salgo sin pagar del miserable café y corro por los callejones que me llevan hasta la avenida más cercana. Casi sin respirar, miro a un taxi amarillo que viene confiado por la línea recta y poco congestionada. No le dará tiempo a frenar, así que me cruzo como si viniera huyendo de algo, de otra cosa que no fuera mi realidad absoluta.

            Escucho el frenazo y luego silencio. No hay oscuridad, tampoco luz. Estoy en alguna parte del mundo o del cuerpo de la chica que me tiene cautivo entre sus brazos como si fuera un niño.

            ―Eres estúpido ―pronuncia Beberly― ¿Sabes que eres único en el mundo?

            No he escuchado más nada, sus dos primeras palabras me han alegrado más que ofendido. Ella tiene el don absurdo de alegrarme con sus insultos y yo el placer innegable de estar en su presencia.

            Reacciono y me levanto. Estoy en el hogar abandonado que un día construí: la casa en Florida; mi casa en Florida. Beberly me mira furiosa, pero creo que no más que yo.

            ― ¿Te atreviste a abandonarme? ¿Qué tan único soy?

            ―Pamela me secuestró, en primer lugar. En segundo, era necesario para mí que apareciera y hablar con ella. Sin embargo, tú decidiste jugar a damisela en apuros.

            ― ¿Jugar? ¿Sabes lo mucho que pensé en encontrarte? Sí, jugué a preocuparme.

            ―En vano, estaba perfectamente bien. Podía salir, solo que no debía.

            ―Uh, olvidaba que eres la señora de todo ―esas palabras han salido de mi boca sin medir emociones. Me levanto con rapidez ante la mirada gris de ella ― Lo siento, mis instintos…

Beberly suelta una media sonrisa silente y habla más para sí misma que para mí ―: Es un buen inicio. Ahora, veamos que podemos hacer o descubrir ―toma mi mano y ya no estamos allí.

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