La última alma

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El aire sopla entre los móviles que emiten un sonido tranquilizante; aunque parecen vidrios rompiéndose. Esta casa apartada de todo y con una vista al mar, me da todo lo que necesito: tolerancia, paciencia y un sin número de sentimientos que emanan de las olas en movimiento que chocan contra las rocas de la costa.

Una vez fuimos felices, estábamos bien con lo que éramos; con lo que hacíamos. Una vez, nos juntamos en una sola cosa; nos trazamos una sola meta. No es que estuviéramos de acuerdo siempre, no compartiéramos los mismos modos de ver el mundo, pero estábamos en sintonía con lo que nos pertenecía. Ahora, no sé decir en qué momento todo eso cambió.

Provoco el sonido de un piano lejano solo con mi aliento; la casa de madera ruje bajo el inclemente viento. Sus ventanas con bisagras oxidadas por el tiempo chillan, la chimenea sucia de hollín de vez en cuando impregna de negra sustancia el suelo y con un sonido fantasmal me hace saber que no hay nadie, que está abandonada, como la última vez que aparecí aquí.

La casa de la muerte, si quisieran llamarla así, es una versión moderna de la cueva en la que Alelí descansa sin esperanzas de despertar; no pronto. Por algún tiempo, pensé que lo que Pamela pretende era un absurdo, un imposible contra nuestra naturaleza; una aberración, un inalcanzable. ¿Cómo puede morir la muerte?

Sus actos condenarían al mundo, a Alelí y a mí. Por millones de años, la humanidad ha fantaseado con la idea del fin de la vida, del mundo como lo conocen. Tienen esas ideas cursis de los muertos vivientes, las pandemias, los asteroides, la contaminación; no se imaginan que el final sería menos complicado y más dramático.

Me siento en el pórtico de la casa en la playa acariciando al viento, en vez de hacerlo el conmigo; lo hago como si fuera un viejo amigo que no veo desde hace tiempo. Pienso en Tyler y en la forma en la que se involucró en una disputa familiar tan egoísta: Alelí moribunda, Pamela suicida y yo en medio: como siempre.

Me percato de que no somos tan distintas de los humanos: sentimos. Analizo todo y las respuestas que siempre quise me golpean. Pamela no hacía morir a los humanos por maldad, amor ni nada de eso; sino por envidia. Envidia de saber que ellos podían morir y nacer de nuevo en un nuevo cuerpo; sin recuerdos, con cosas nuevas por aprender, odiar y... ¿vivir?

Tyler y Pamela, firmaron un pacto indirectamente hace siglos y es solo cuestión de tiempo para que la clausula final sea cumplida; para que la última gota de bondad caiga en las manos de un humano desesperado y maldito por el amor.

¿Qué puedo hacer? No me sentaré a ver como todo explota, como los humanos pierden el rumbo y comienzan a matarse de aburrimiento, egoísmo, abnegación o locura. Es entonces, cuando todo lo que una vez inventé, cuando toda la creatividad que puse en un libro estúpido cobra sentido en mi cabeza. No obstante, sería dejar caer las armas; ir contra mis principios de ser y dejar ser.

Con las lágrimas corriendo por mis mejillas, las manos temblando y la nariz sangrante cierro los ojos e imagino lo que quiero: un lugar mejor. Un estrato de la tierra que solo Alelí querría. Si una muere, la otra también lo hará. Si existe algo, debe haber un opuesto. Ley de la física, de la vida, de lo eterno.

Cuando abro los ojos, Tyler está frente a mí. Sé que no vino a ver como estaba, a hablar sobre su condición o a gritarme que me necesita: vino a morir. ¿Por qué toda la gente a mi alrededor muere? Supondrán que ha de ser muy deprimente que todo lo que conozco y todo lo que haya visto en mi vida sea la muerte; no obstante, yo lo tomo con alegría: la muerte es un síntoma de que hubo vida.

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