CAPÍTULO VEINTICINCO

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18 de septiembre de 1973, Santiago.


Con el paso de las horas y la llegada de un nuevo día, Flaca dio muestras de mejoría. Aún no podía levantarse y comía bastante poco, pero a todos ya parecía haberles abandonado el miedo de que no sobreviviera. Aún así, durante esa tarde, los únicos autorizados para verla siguieron siendo Capitán, Polilla y Matrona, y solo la niña no abandonaba la habitación de la joven, excepto para ir al baño, claro.

En una de esas visitas intempestivas con fines biológicos, Julieta aprovechó para acorralar a su amiga contra una pared con la intención de obligarla a responder algunas preguntas. Pero Polilla era muy escurridiza, así que logró zafarse. Julieta no tuvo más remedio que seguirla al pequeño baño ubicado a una puerta de distancia de la cocina.

—Polilla... —alcanzó a decir antes de que la niña se encerrara, dejándola sola en el pasillo. Respiró hondo, sintiendo un enojo muy similar a cuando su madre no escuchaba sus explicaciones de por qué se había sacado alguna mala nota—. Polilla, por favor, habla conmigo. —Silencio—. Oye...

—Después.

—Pero... Solo quiero preguntarte...

La puerta volvió a abrirse y Polilla apareció en el umbral. Miró a Julieta a los ojos de una manera que a esta la puso tensa. Si bien su amiga tenía muchas actitudes que no iban del todo acorde a su edad, lo que la volvía por lejos la chiquilla más extraña que había conocido nunca, en el fondo no dejaba de ser lo que era: una niña. En ese momento, sin embargo, no lucía para nada como una.

—¿Qué pasa, Julieta?

—Quiero saber cómo está Flaca.

—Estable.

Julieta intuía el significado de esa palabra, pero aún así quiso salir de dudas.

—¿Qué significa "estable"?

Su pregunta provocó un parpadeo en Polilla. Por lo general, no era necesario que nadie le preguntara qué significaba tal o cual palabra. Entonces Julieta entendió por qué no había lucido como una niña hasta ese parpadeo: estaba distraída, no a la manera de los niños, demasiado inquietos a veces para concentrarse en una sola idea, en un solo plan. No, estaba distraída a la manera de los adultos, tal como había estado distraída su madre siete días antes, cuando la vio por última vez.

—Significa... —murmuró su amiga—. Ni bien ni mal. Significa que tenemos que esperar.

Tras decir aquello, la esquivó y comenzó a caminar por el pasillo de vuelta a la habitación que ocupaba Flaca. Julieta la siguió por inercia, lista para seguir esperando cerca de la puerta del dormitorio a que Polilla volviera a salir. La vio entrar y cerrar a su espalda, pero apenas alcanzó a sentarse y pasar algo así como un minuto sentada en el piso cuando la niña volvió a salir. Se imaginó lo peor, pero Polilla sonreía levemente.

—Quiere verte.

—¿A mí?

—Sí. Rápido, antes de que Matrona nos vea y no te deje pasar...

Polilla la tiró de un brazo hacia el interior apenas estuvo de pie. Durante los segundos siguientes tuvo que acostumbrarse a la penumbra de la habitación. Las cortinas estaban cerradas casi por completo, seguramente porque Flaca estaba demasiado cansada y débil como para enfrentarse a la luz del sol que se colaba por las ventanas del resto de la casa. Tras algunos parpadeos, se habituó y pudo ver a la figura recostada en la cama.

En su vida solo había estado junto a un lecho de enfermo. Ella tenía siete años cuando tuvo que entrar en la habitación de su abuela materna, que había languidecido durante casi tres meses antes de morir de lo que su madre había denominado "cáncer al páncreas". Julieta recordaba haberle tomado la mano un par de días antes de muriera. Su piel estaba fría y a pesar de que no apretó con fuerza, tuvo la sensación de que podría romperle los dedos sin demasiado esfuerzo. Cuando le permitieron salir de allí, se puso a llorar sin saber muy bien por qué. Seguramente fue por las lágrimas que había visto en los ojos de su madre, la expresión tensa y preocupada de su padre, o por las palabras que su abuela le había dicho antes de que se fuera.

Santiago del Nuevo Extremo (Trilogía de la APA II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora