CAPÍTULO VEINTINUEVE

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27 de septiembre de 1996, Santiago.


El mensaje ya había sido enviado, lo que significaba que el plan estaba en marcha.

Ya no había vuelta atrás.

Con las manos en los bolsillos de su chaqueta vieja, la cabeza gacha de manera que la corta visera de la boina y su largo flequillo le hacían sombra sobre los ojos, Lear avanzó por las calles de Independencia rumbo al río Mapocho sin poder un ápice de atención a su entorno. Necesitaba llegar pronto a las Torres de Agua, porque estaba seguro que esa tarde también recibiría la vista de Ezequiel y Zacarías. Quizás los niños ya estaban allí, esperándolo.

Debería haber llegado antes, no cuando faltaba tan poco para el atardecer, pero debía entregar primero el mensaje. Luego de su encuentro con Próspero, había recorrido túneles viejos, algunos de los más antiguos de los que conocía la Logia. Muchos estaban medio derruidos, pero si uno sabía bien dónde pisar y no se movía más que lo justo y necesario, no suponían un peligro. A pesar de lo mucho que lo habían entrenado desde que era un niño, un par de veces tuvo que retroceder sobre sus pasos por culpa de un camino cerrado o un peligro aún mayor. Había seres en los túneles que incluso la Logia temía enfrentar. Le habían enseñado a percibir cuando no era bienvenido, cuando era mejor huir. Tardó un buen rato en llegar al túnel que lo dejaba dentro del Cementerio Católico, en el interior de un mausoleo que ya nadie visitaba, porque todos los miembros de dicha familia habían muerto. Bastaba un empujón para que la tapa de una tumba falsa, vacía, se abriera hacia un lado. Al salir, Lear respiró hondo, aspirando polvo y cosas peores, pero respirando al fin algo más que el aire viciado de los túneles.

Salió del camposanto sin que nadie le preguntara cuándo había entrado, ni a qué. Esa era una de los aspectos que más apreciaba la Logia (y en consecuencia los miembros de la Compañía) sobre ese sitio: estaba abandonado de la mano de Dios y de los hombres, por mucho que hubiera guardias y algunos visitantes. En el fondo, nadie se preocupaba de lo que hacías allí mientras te mantuvieras en silencio. Cruzar sus puertas era viajar al pasado y convertirse en un fantasma.

El Cementerio General, al que se dirigió luego de salir del otro y cruzar la calle, era diferente. Más luminoso, más amplio, una especie de museo al aire libre. Acelerado como estaba con todo lo ocurrido y lo que aún iba a ocurrir, Lear disminuyó la velocidad de sus pasos cuando cruzó el umbral bajo la atenta mirada del guardia. Entendía la suspicacia del hombre: a simple vista, él parecía un mendigo y eran estos los que a veces entraban al cementerio para tener un lugar donde dormir. Pronto estuvo lejos de su vigilancia, ayudado por los mausoleos que se erguían a pocos metros de la entrada. No había tardado mucho en llegar a la tumba de los Almonacid (¿la Logia sabía que aquel mausoleo albergaba el cuerpo de su gran enemigo o era un secreto bien guardado por sus nietas?) y allí, tal como le había explicado Emilia Berríos unas horas antes, dijo en voz alta que necesitaba enviarle un mensaje a la mujer.

Apenas un segundo después, frente a él había aparecido el fantasma de un antiguo cuidador del cementerio. Lo observó de arriba a abajo con expresión sobreprotectora, gesto que a Lear le provocó un escalofrío. Era cierto lo que decían: la gran mayoría de los fantasmas de Santiago no solo conocían a Emilia Berríos, también la admiraban, la querían. Era bueno tenerlo en cuenta dada la ayuda que podría llegar a necesitar de la mujer si las cosas se ponían difíciles.

El Desencarnado recibió su mensaje sin inmutarse y se alejó sin decir nada. Lear tardó un largo instante en ponerse en marcha de nuevo. Se preguntó cómo harían los fantasmas para hacer llegar la información a la Médium. ¿Se lo pasarían uno a uno hasta llegar a la mujer? Se supone que no podían moverse con entera libertad, que estaban atados a lugares, personas y objetos. Arraigados, presos de un Puntal. Sí, seguramente el mensaje iba de boca en boca hasta alcanzar su destino.

Santiago del Nuevo Extremo (Trilogía de la APA II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora