CAPÍTULO VEINTISIETE

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19 de septiembre de 1973, Santiago

Víctor se duchaba en el segundo piso y el agua estaba a punto de hervir, así que Emilia aprovechó esa pausa para hacer algo imprescindible con el fin de concretar la visita a la Biblioteca Nacional esa tarde. Había estado retrasando ese momento, consciente de que sería una llamada más larga de lo que pretendía, que tendría que dar demasiadas explicaciones y que era muy posible que su amigo le dijera que no y le cortara. Hizo cálculos mentales mientras se acercaba al teléfono, uno de los tantos objetos casi tan antiguos como la casa: hace casi dos meses que no hablaba con Gonzalo. Había prometido ir a verlo, pero lo fue postergando hasta que finalmente la promesa se esfumó de su mente.

Hasta hace unos años atrás, Gonzalo aún insistía e insistía. La visitaba, la llamaba, le enviaba cartas cuando ninguna de las opciones anteriores funcionaba. Pero con el tiempo se fue cansando, suponía Emilia. O había entendido por fin que la vida de la mujer con la que se había criado y que consideraba su hermana era muy distinta a la suya, que era distinta a la de cualquier persona que se encontrara por la calle y que eso siempre requería sacrificios. Además, la vida de él también había cambiado: desde hace quince años era un hombre casado, desde hace ocho era padre. Por mucho que quisiera, no podía seguirle el ritmo a su amiga como hacía o intentaba hacer cuando era un joven. No, ahora tenía sus propias preocupaciones y a Emilia le tranquilizaba pensar que estaba tan lejos de lo que a ella le ocupaba los días.

Pero ese día debía llamarlo, no le quedaba más remedio. Siendo 19 de septiembre, feriado nacional por las glorias del ejército, y sobre todo teniendo en cuenta lo sucedido hace solo unos días, sería imposible entrar a la Biblioteca Nacional como un visitante normal. Sí, existía la posibilidad de esperar hasta el día siguiente, pero si bien pasó por su mente, la desechó de inmediato: no podían perder más tiempo, cada día que pasaba era otro en el que un niño podría desaparecer. Además, ¿qué mejor que investigar justo cuando no habría nadie para molestarlos? El hecho de que Gonzalo siguiera trabajando allí y que desde hace unos años lo hubieran ascendido a encargado de piso, la terminó de convencer. Pero claro, para eso debía llamarlo, pedirle ayuda, responder sus preguntas, aceptar sus recriminaciones...

Suspiró.

Marcó el teléfono que seguía sabiéndose de memoria, aunque lo marcara por voluntad propia unas tres veces al año. Luego esperó. Nada más escuchó que alguien descolgaba, comenzó a hablar.

—Sé lo que me dirás, que soy la peor amiga del mundo, pero...

—¿Aló?

La voz infantil la dejó fría. Por un segundo, creyó que había marcado un número equivocado. Luego recordó: Felipe Manquian, el hijo de ocho años de Gonzalo y su esposa Laura. ¿O tenía nueve?

—Hola, Felipe. ¿Cómo estás?

—Hola... Bien... —Casi pudo ver al niño fruncir el ceño, tratando de recordar—. ¿Quién habla?

—Emilia Berríos —dijo en tono serio, demasiado para hablar con alguien que ni siquiera llegaba a la pubertad. Contuvo un nuevo suspiro. ¿Eran gotas de sudor lo que le humedecía la frente?—. ¿Te acuerdas de mí? Soy amiga de tu papá.

—Aaaahhh, sí... La señora que siempre se viste de negro.

Una parte de sí quiso reírse, la parte contraria frunció un poco la frente.

—Sí, la misma. ¿Está tu papá?

—Sí. —Alejándose apenas del teléfono, el niño gritó—: ¡Papá, te llaman!

A lo lejos se escucharon pasos y luego una voz que Emilia identificó de inmediato como la de su amigo. Contuvo el aliento.

—Gracias, hijo. Anda donde tu mamá, que quiere que te pruebes una ropa.

Santiago del Nuevo Extremo (Trilogía de la APA II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora