CAPÍTULO SEIS

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11 de septiembre de 1973, Santiago.


Julieta no estaba segura de cuánto tiempo llevaba sentada frente a la puerta de su casa; lo que fuera, se sentía como demasiado. Le recordó a esas tardes de verano, cuando se aburría de jugar con sus juguetes y su madre sufría una de sus jaquecas y no tenía ánimos para jugar con ella. Entonces el tiempo se extendía como si fuera un elástico y un día parecían dos o tres. Esperando a sus padres en la entrada de su casa, el miedo fue transformándose poco a poco en aburrimiento y este alcanzó tal punto que por un breve instante deseó tener tareas del colegio para hacerlas ahí sentada. Luego recordó que había perdido su mochila con los cuadernos y lápices y aquella mañana había sido tan rara que su profesora apenas le había enseñado nada, mucho menos dejado tareas. No se le ocurría qué más que hacer y apenas vio personas pasar por la calle mientras estuvo allí. Solo un automóvil cuyo conductor apenas pudo vislumbrar debido a la velocidad con que manejaba y un hombre que prácticamente corría hacia su destino. Al verlo doblar por la esquina, la niña se puso de pie con la intención de pedirle ayuda, pero cuando llegó a la reja de su casa este ya se había alejado varios metros. Volvió a su puesto de vigilancia con los hombros caídos por la decepción y aunque el llanto amenazó de nuevo con presentarse, se esforzó para contenerlo. Incluso ella sabía que no servía de nada llorar. 

Cuando pasó un rato indefinido y larguísimo desde la aparición del hombre, Julieta se rindió a la evidencia y a un nuevo problema: tenía muchísima hambre. Las lentejas en la casa de la mujer desagradable no habían sido suficientes, sin contar el hecho de que no era una comida que le gustara y lo que había pasado después las volvieron aún menos apetecibles. Esperar con el estómago casi vacío lo hacía todo muchísimo peor. 

Meditó un rato sobre qué debía hacer. Sabía que dentro de su casa encontraría sin problemas algo para comer, alguna fruta o, mejor aún, un gran bol de cereales con leche. El solo pensar en eso le valió un gruñido de su estómago. El problema, claro, era entrar a la casa. Su madre era muy cuidadosa con el hecho de dejar las puertas con llave, tanto la delantera como la trasera, y las ventanas bien cerradas cada vez que salía. Tal vez en esa ocasión había sido diferente; demasiadas cosas habían sido diferentes ese día. Pero aún así, Julieta dudaba encontrar algún lugar por donde entrar fácilmente a su casa. También podía quedarse allí y seguir esperando a que sus padres llegaran; no era tan pequeña como para creer que moriría de hambre después de tan poco tiempo. Pero no quería seguir esperando y le frustraba estar tan cerca de lo que deseaba y no poder conseguirlo. 

Finalmente se puso de pie y con lentitud caminó hacia la parte trasera de la casa. Un estrecho pasillo separaba a las paredes laterales de la reja, lo que suponía un camino alternativo hacia el patio, que era donde ella tenía su bicicleta y donde sus padres estacionaban el auto. Al llegar allí vio su bicicleta, pero no había ni rastro del escarabajo en el que su madre la había ido a dejar al colegio en la mañana. Sabía que no estaba, pero ver el patio vacío la hizo sentir aún peor. 

—Comida —murmuró para sí misma—. Comida, Julieta.

Dobló a la izquierda y se acercó a la puerta que, de estar abierta, la llevaría directamente a la cocina. En el verano, aquella puerta permanecía abierta casi todo el tiempo, lo que ella aprovechaba para ir del patio a la cocina cada pocos minutos, muchas veces empapada después de jugar con la manguera y con las zapatillas cubiertas de barro. Algunos días su madre se enojaba y la enviaba al baño a bañarse y ponerse ropa limpia; otros días, la mayoría de los días, fingía tomar represalias y comenzaba una guerra de agua con Julieta que terminaba con ambas tan empapadas que no les quedaba más remedio que secarse al sol antes de entrar a la casa. 

Santiago del Nuevo Extremo (Trilogía de la APA II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora