CAPÍTULO QUINCE

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12 de septiembre de 1973, Santiago. 


Durante el resto del día, Julieta procuró no despegarse de Polilla. Había tenido suficiente con estar sola durante el desayuno, sin contar todo lo sucedido durante la tarde y la noche anterior. Ahora quería tener alguien al lado capaz de explicarle qué pasaba realmente en ese lugar al que sus habitantes llamaban El Nido.

Para su desgracia, su plan tenía dos problemas.

El primero era que Polilla nunca se quedaba quieta. Incluso para ella, catalogada como "pequeño huracán" por su madre, le resultaba difícil seguirla. No podía despistarse ni un segundo, porque si lo hacía no solo se quedaba atrás, sino que también la perdía de vista. Pronto comprendió que dos cosas: Polilla era rápida además de inquieta; y si eso no era suficiente, al poco tiempo se hizo evidente que la niña conocía cada pequeño escondite, recoveco o punto ciego de las tres plantas de la casa. Ella, una recién llegada, simplemente no podía combatir con eso.

El segundo problema era que, incluso cuando la tenía a la distancia suficiente para hacerle alguna pregunta, Polilla no siempre le respondía. Y si lo hacía, Julieta entendía poco o nada. Lo más difícil fue entender su jerga, que no era otra cosa que el idioma que hablaban en El Nido. Todo tenía un nombre, un apodo, un código. La cocina no era siempre la cocina. A veces era "el ollero", otras "el horno". Con el baño lo tuvo todavía más complicado: en menos de una tarde, su guía usó tres términos para referirse a él. Cuando lo llamó "el infierno" o "la sala de torturas", Julieta comprobó algo que su nariz ya percibía; Polilla no era muy aficionada a bañarse.

La siguiente dificultad fue aprenderse los nombres de la gente que vivía allí.

El Punto y Lenteja (dicha palabra, que además de recordarle una comida que no disfrutaba ahora le traía imágenes para nada agradables del día anterior, hizo que frunciera el ceño y dibujara con la boca una mueca de desagrado) eran los niños más pequeños que había visto sentados a la mesa. Eran hermanos o eso se creía, porque habían llegado juntos al Nido. Como era varios años mayor que ellos, no les puso demasiada atención. El tercer niño, al que llamaban Pollo, era un caso diferente. Por lo que pudo averiguar, él tenía más o menos su edad. Por lo que Polilla tuvo la gentileza de decirle a retazos, Pollo había crecido en el lugar bajo los cuidados de Matrona, todo antes de que la mayoría de los otros habitantes llegaran. Casi siempre estaba callado y era delgado como una rama de colihue. Cada vez que Julieta se lo topaba en alguna habitación o en un pasillo, no podía evitar mirarlo durante unos segundos antes de apartar la mirada.

Al único adolescente del lugar le decían Mosco, algo relacionado con carne que Polilla explicó a medias, como casi todo. Ella prefirió no insistir con el origen del nombre, porque intuía que se trataba de una asquerosidad. Cuando le preguntó a su guía si era simpático o pesado, la niña le advirtió que no se metiera con él, porque tenía un humor de perros.

—Es porque no le crece el bigote —añadió con una risita.

Los adultos eran más, así que Julieta tuvo que comenzar a repetir sus apodos en voz baja para lograr que se le quedaran grabados.

La Matrona era la jefa, la mamá, la cocinera, la máxima autoridad. El capitán era el único, al parecer, capaz de hacerle el peso, pero la última palabra siempre la decía la mujer. La primera vez que Julieta la vio le adjudicó unos sesenta años, con esa exageración innata que tienen los niños para medir la edad de los que le llevan varias décadas. A medida que la vio más veces a lo largo del día, sin embargo, se fue convenciendo que no era tan vieja. Quizás cincuenta años, se dijo al almuerzo. Luego, en la once, con los ojos entrecerrados, pensó que tal vez no superara siquiera los cuarenta y cinco. Era demasiado ágil y activa, nada que ver con, por ejemplo, la directora de su colegio, que tenía sesenta y dos. Pero más allá de la edad, se hacía evidente, incluso para una recién llegada como ella, que la vida del Nido giraba en torno a la Matrona. Por eso el único lugar donde se reunía siempre el grupo al completo era en su territorio, la cocina.

Santiago del Nuevo Extremo (Trilogía de la APA II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora