CAPÍTULO TRES

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11 de septiembre de 1973, Santiago

En un punto, Julieta no tuvo más remedio que dejar de correr. Le dolía el costado por haber respirado demasiado tiempo por la boca y el corazón le latía con fuerza en el pecho. Cuando se detuvo, un poco inclinada hacia adelante y jadeando, miró a su alrededor para evaluar cuándo se había alejado del colegio y, por ende, acercado a su casa. Por unos segundos se sintió perdida, pero no se dejó llevar por el pánico. A pesar del temor y la ansiedad que habían movido sus piernas durante el viaje, en ningún momento dejó de fijarse en la dirección que corría, así que estaba bastante segura de haber ido en la correcta. Solo tenía que encontrar algún edificio o casa que le fuera familiar para ubicarse.

Ya menos agitada, dio unos cuantos pasos, mirando con atención la calle. No tardó en dar con una casa de tres pisos y ventanas de madera que daban a pequeños balcones con barandas de hierro negro que siempre le había gustado. En más de una ocasión le había preguntado a su mamá si ellos podrían vivir alguna vez en una casa tan bonita. La mujer le había respondido a su vez, con una sonrisa en la boca, que nunca se sabía. Recordar eso y, sobre todo, reconocer la casa y comprobar, por ende, que iba en la dirección correcta, también la hizo sonreír.

Siguió caminando, en esa ocasión con algo parecido a la seguridad. Estaba en su barrio, cerca de su casa y de sus padres. Ellos le explicarían lo que estaba ocurriendo, por qué las habían dejado salir temprano del colegio y, sobre todo, por qué su profesora se había comportado de forma tan rara. Quizás se molestarían por su decisión de irse sola, sin esperarlos, pero al final había sido más culpa de ellos que de ella. Si lograba llegar a casa, sana y salva, incluso podrían pensar que ya era una niña grande e independiente. Con todos esos pensamientos en la cabeza, Julieta avanzó a buen ritmo y feliz.

Pero pasaron unos minutos y volvió a sentirse un tanto perdida. Sabía que su madre doblaba en dos ocasiones; lo malo es que no lograba recordar con exactitud en qué calles lo hacía. Y, además, estaba esa soledad extraña de las veredas, la ausencia de gente asomada a las ventanas o a los umbrales, el silencio pesado que envolvía todo. La niña solía estar a esas horas en el colegio, pero se imaginaba que a mediodía era normal ver gente caminando, yendo hacia el almacén o hacia la carnicería para comprar las cosas del almuerzo. No sería raro tampoco encontrar a niños pequeños, esos que tenían la suerte de no ir todavía a la escuela, jugando frente a sus puertas mientras sus madres cocinaban acompañadas por el bullicio de la radio. Todo eso se imaginaba Julieta, haciendo uso de sus propios recuerdos de lo que era el verano en su barrio: un ir y venir de vecinos, conversaciones a través de las ventanas, puertas abiertas para que cualquier persona de confianza pudiera entrar a pedir un poco de aceite o azúcar, niños corriendo y gritando y riendo, gente regando las plantas. Y aunque faltaba para el verano, Septiembre era por definición el preludio de este, con sus días soleados y ventosos, perfectos para encumbrar volantines. Nada eso vio en su caminata, ni siquiera un atisbo de lo que ella esperaba. La calle por la que caminaba estaba desierta, las puertas y las ventadas de las casas estaban cerradas y del interior de las casas no escapaba el más mínimo ruido. Parecía un día de invierno, un lluvioso día de invierno, solo que había sol. Parecía un lugar abandonado.

Julieta se aproximó a una esquina y se detuvo allí, sin saber qué hacer. ¿Era esa calle estrecha por la que su mamá giraba cuando la llevaba al colegio? ¿O era la siguiente o la que venía después de la siguiente? La niña no lo sabía y tampoco había nadie a quien preguntarle. Parecía estar sola en el mundo.

Pero quedarse quieta era peor, así que tras pensarlo unos segundos más, se decidió a doblar por la calle en la que se encontraba. Allí se encontró con lo mismo que antes, o más bien con la misma ausencia que antes. A pesar de llevar el chaleco azul marino de su colegio y de la reciente corrida, Julieta comenzó a sentir un frío que la hizo desear más que nunca estar ya en casa. Quería estar sentada a la mesa, dispuesta a comer lo que sea que su mamá le sirviera, no importaba si no era un plato de fideos, no importaba que fueran lentejas, su comida menos favorita. O escuchando en la radio canciones de la Nueva Ola y, cuando tocaban una de Sandro, su favorito, cantarla a voz en grito con su mamá. O jugando en su pieza un rato, aprovechando cada segundo hasta que la llamaran para que fuera a hacer las tareas. Quería su rutina de todos los días y que todo volviera a la normalidad.

Santiago del Nuevo Extremo (Trilogía de la APA II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora