CAPÍTULO SIETE

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12 de septiembre de 1996, Santiago. 


Ezequiel llevaba casi quince minutos esperando que su hermano saliera del colegio. Tenía la cuenta exacta gracias al reloj que su abuela le había regalado en su último cumpleaños, con diseño de Scooby Doo. Tenía una relación de amor y de odio con aquel reloj. Cuando estaba en el colegio, intentaba taparlo siempre con la manga de la camisa o el chaleco. Tiene tantos colores que parece de niñita, decía su padre, y aunque a él eso no le molestaba, conocía lo suficiente a sus compañeros para saber que a ellos sí. Pero era útil y le recordaba a su abuela, lo que era bueno, porque la quería. A veces se decía que era la persona que más quería en el mundo y probablemente fuera cierto, aunque también quería mucho a su madre y a su hermano. Su padre era otro asunto. 

Se cumplieron los quince minutos y a causa de la impaciencia, se puso de pie. Habría vuelto a entrar al colegio, pero el hombre que custodiaba la puerta solo les dejaba volver cuando tenían un muy buen motivo, como haber dejado la mochila en la sala. El tenía la suya colgada del hombro, así que no podría dar esa excusa. Siempre había sentido curiosidad por el motivo de esa regla. Corría el rumor que años antes un grupo de alumnos de octavo había vuelto al colegio después de la hora de salida y habían rayado todas las paredes de una sala de clases. Era posible. Debido a la curiosidad había buscado alguna historia en las paredes del lugar relacionada con eso, pero había tantas y tan mezcladas que aún no podía sacar ninguna que valiera la pena. 

Por fin lo vio acercarse por el camino pavimentado que corría por el costado del comedor del colegio y llevaba hacia la puerta. A esa distancia y debido a que Zacarías mantenía la cabeza gacha, no vio el hematoma en su cara. Tampoco lo vio el hombre en la puerta, al que todos llamaban tío Luis. Al ver al muchacho, uno de los rezagados que le impedían ir a cumplir otros de sus deberes en el interior del colegio, el hombre dijo algo que por su cara no debió ser amable, ante lo que Zacarías no se inmutó. Fue gracias a eso que Ezequiel supo que algo raro pasaba. 

Esperó a su hermano sin moverse del lugar que ocupaba a la sombra de su sicomoro favorito de la cuadra. A medida que este cruzaba la calle, supo el motivo de su demora, quién lo había golpeado en la cara y por qué. Él casi nunca se enojaba, excepto con su padre, pero en ese instante sintió un mínimo porcentaje de lo que invadía a Zacarías cuando lo dominaba la ira: una llamarada ubicada en el centro de su pecho. 

—Perdón —dijo el muchacho cuando llegó frente a él, la señal del golpe brillando en su mejilla derecha, muy cerca de su boca. 

Ezequiel respiró hondo. Luego, estirando el brazo, tomó la mano de Zacarías y con cierta dificultad recuperó de entre sus dedos la caja de fósforos marca Copihue que el niño siempre llevaba consigo. Sacó una, rogando para que la mano no le temblara tanto. No lo hizo. Ya lo iba embargando esa calma tan suya, una claridad que nunca había logrado explicar a nadie. Encendió el fósforo y la pequeña llama brilló en las pupilas de su hermano cuando este alzó la cabeza para mirarlo. 

La llama aumentó de tamaño durante un segundo antes de apagarse. 

—No me defendí —susurró Zacarías. 

—Lo sé. Vamos a la casa. 

—¿Qué le digo al papá?

—La verdad. 

No tenía sentido mentir. Ezequiel lo sabía. A su padre no debía mentirle, ni siquiera con una historia. Bastaba con las mentiras que el hombre le contaba a su familia. 

—Vamos —repitió y le entregó la caja de fósforos a su hermano antes de comenzar a caminar. 


Santiago del Nuevo Extremo (Trilogía de la APA II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora