CAPÍTULO DOS

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11 de septiembre de 1996, Santiago


Hay noches más oscuras que otras en la ciudad de Santiago. Hay noches que son una pausa, en las que no se ve televisión porque esta no enciende, tal como no encienden las ampolletas y el refrigerador. Noches en que la gente se acuesta temprano y hasta que lo hace se alumbra con velas que van poco a poco haciéndose más pequeñas, y salpican en la madera de los muebles, como si lloraran. En esas noches, solo algunos salen a la calle y el resto intenta volver temprano del trabajo. A veces, en la penumbra de esas noches más oscuras que otras, hay padres que les enseñan a los hijos a hacer formas con las sombras de las manos en la pared; otras veces, los niños preguntan por qué esa noche se pasa sin luz, por qué se escuchan ruidos extraños en la calle, y por qué andan tantos carabineros. Habrá padres que responderán a las preguntas y algunos que no. Cada uno tendrá sus motivos y su versión, pero en el fondo, hasta los niños que no preguntan entienden que durante esa noche se conmemora algo que pasó hace tiempo, algo que hasta sus padres recuerdan a medias.

Ezequiel, acostado en su cama con la vista fija en el techo, le contaba su hermano Zacarías, cuya cama estaba a un brazo de distancia, que si cortaban la luz todos los 11 de septiembre era porque esa era la noche que prefería el Zalamero para llevarse a la gente que más había mentido en el año. Su hermano, dos años menor, sabía que eso solo era una historia, por supuesto. Ambos habían descubierto a punta de retazos lo que ocurrido en ese lejano 11 de septiembre que inició todo. Algunas cosas la supieron gracias a su mamá, que algunos días sí estaba de buen humor como para conversar; otras por la tele y el colegio. Las más, sin embargo, se las había dicho su abuela, pero de a goteras y a regañadientes, solo porque ellos (Ezequiel primero) no se cansaban de preguntar.

—El Zalamero no da tanto miedo... —murmuró Zacarías, removiéndose en la cama—. Es mejor el Chispas.

Ezequiel sonrió. Sabía muy bien que, de todos los personajes que había creado, El Chispas era el favorito de su hermano. Y también sabía por qué. Pero, después de pensarlo durante todo el día, había decidido que ese 11 de septiembre sería el turno del Zalamero.

—Eso lo dices porque este año mentiste mucho.

—¡Yo nunca miento!

—Mentira número 1354.

La única vela que su mamá les había entregado y que ellos habían puesto en el velador que separaba las dos camas, se encendió de pronto. Ezequiel, girándose hacia su hermano, vio su rostro alumbrado a medias por la llama.

—¡Tú eres el mentiroso! —dijo el menor en voz alta, o al menos demasiado alta para esa noche silenciosa. Ezequiel lo hubiera mandado a callar de no saber muy bien que su mamá estaba durmiendo y que cuando eso ocurría pocas cosas podían despertarla.

—Cállate o no te cuento nada más y vas a tener que quedarte dormido.

La vela se apagó con la misma rapidez con la que se había prendido segundos antes y la pieza se sumió otra vez en la oscuridad.

—Ya, sigue.

Ezequiel sonrió.

—El Zalamero aprovecha que no hay luz esta noche y sale a buscar a los niños mentirosos. Algunos dic...

—¿Y las fogatas?

—¿Las fogatas? —preguntó con tono de impaciencia.

—Las que se ven desde la pieza de la mamá.

Ezequiel sabía muy bien de lo que hablaba su hermano. Solo que cuando los adultos hablaban de esas fogatas la llamaban de otra forma. Les decían "barricadas". Y a los que las hacían, los llamaban "delincuentes". Para él y para Zacarías, sin embargo, eran figuras misteriosas, como sombras contra el fuego.

—Tiene que esquivarlas. Porque si alguien lo ve con luz, se da cuenta que el Zalamero no es de verdad. Pero a los niños los engaña casi siempre.

—¿Casi? —murmuró Zacarías y aunque apenas veía su contorno en la oscuridad, Ezequiel sintió los ojos de su hermano fijos en su cara. Nunca se lo diría, pero le encantaba contarle historias.

—Casi. Hay niños a los que no ha podido engañar. Una de ellas se perdió una noche como esta y el Zalamero pensó que sería presa fácil. Pero no. Ella lo derrotó.

—¿Cómo se llamaba?

Ezequiel pensó un momento el nombre. Siempre le costaba más decidir los nombres para los héroes que para los monstruos. Pero esa noche, la respuesta vino a su mente como venían a ella algunas cosas, algunas veces.

—Julieta. Se llamaba Julieta.


GRACIAS POR LEER :)

Santiago del Nuevo Extremo (Trilogía de la APA II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora