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Sikio:

—He acabado— anunció ella como a los cinco minutos de empezar.

     Levanté la cara de mi bandeja. Al igual que yo apenas había tocado la comida.

—No creo que soportes un largo paseo si no te alimentas correctamente. No te fuerces— le pedí cuando ella levantó el cubierto para obligarse a continuar—. Tampoco es plan que te conviertas en una maldita fuente vomitona. Con las polladas que se le ocurren a mi cuñada ya tengo de sobra para mil vidas.

     Kali bajó la cara. Su melena negro azabache ocultó su sonrisa discreta.

—Si ya has terminado vamos a la ducha.

—¿Cómo que "vamos"? —Susurró ella y me maldije por mi estupidez—. ¿Te refieres a los dos?

     Me giré y la miré fijamente. Kali se vio obligada a levantar la cara para mirarme a los ojos.

—No te tomes conmigo confianzas que no te corresponden, princesa traidora.

     La Majingilán abrió los ojos encajando con una elegancia, que me resultó casi dolorosa, la dureza de mis palabras.

     Dejé las bandejas para que se las llevara el personal y eché a andar por el largo y amplio pasillo de la izquierda que subían hacia unas duchas que apenas se usaban en la fortaleza. Ni siquiera estaba seguro de que funcionaran.

—Desvístete y dúchate— le ordené.

     Me di la vuelta para darle algo de intimidad y me crucé de brazos a esperar.

—No puedo abrir la llave. Está muy dura— dijo. Mi fino oído percibió el intento.

—Tápate.

     Volví a girarme, pasé por su lado y me peleé con la mierda aquella con la que casi me destrocé la muñeca intentando abrirla.

—¡Pedazo de puta! —Le grité impotente al artefacto a tiempo que soltaba una patada con la bota con puntera de hierro.

     Definitivamente, aquello fue una malísima idea. La llave saltó por los aires y empezó a salir el agua, helada, con un potente chorro que nos alcanzó a los dos. Instintivamente la abracé para protegerla del agua helada. Salí con ella del radio de acción.

—¿Está bien, Alteza? —Preguntó uno de los guardias que había escuchado el alboroto.

—¿Qué coño haces? —Le reprendí al darme cuenta que miraba con descaro las tetas de la Majingilán que se marcaban en la fina tela—. Busca un puto par de toallas.

—Sí, señor.


Kali:

     Me tapé con la gruesa toalla y agradecí mentalmente poderme calentar. Sería educado decir que el agua estaba helada cuando en realidad daba la impresión de que hubieran conectado una tubería directamente con el Ártico. Lo bueno de todo esto fue ver la camiseta blanca pegarse al musculoso torso tatuado y perforado de Sikio, luego está el abrazo que me dio sin que fuera muy consciente de ello. El Mosquetero olía de maravilla.

     Lo seguí en silencio disfrutando de las excepcionales vistas de su trasero de granito mientras me conducía por otro pasillo hacia la zona alta de la fortaleza. O mucho me equivocaba o me había llevado al ala de la familia real. Me lo confirmó cuando abrió la puerta de los aposentos. La imagen de una preciosa mujer pintada en las paredes nos recibió con una bella sonrisa. 

     La joven era hermosa. Larga melena ondulada castaña oscura, su rostro ovalado poseía unos armónicos rasgos perfectamente simétricos, con cejas finas delineadas con precisión. Ojos marrón oscuro ligeramente rasgados con pestañas kilométricas. Nariz pequeña con punta redondeada. Unos labios, ni muy delgados ni muy carnosos, cuya parte superior describía casi la forma de un corazón.

     La reconocí de inmediato. Era Shangrylah, la reina del fallecido rey Shaka Mapogo, que había muerto tratando de protegerlo de uno de los Selati. Era la cambiante que le había destrozado el corazón al joven príncipe Mosquetero. La que le había borrado la sonrisa de un plumazo.

—Deja de mirarla— me advirtió bajando el tono de la voz hasta convertirla casi en un gruñido muy agresivo.

     Como si el mero hecho de presenciarla fuera el peor de los insultos para él.

—Es hermosa— reconocí para su sorpresa—. Tal vez si las cosas hubieran sido distintas.

—¿Qué coño sabrás tú? —Espetó con rabia. Estaba claro que no había podido superarla—. Date la maldita ducha antes de que cambie de idea, te mande a los jodidos barracones y tire la puta llave.

—Lo siento— contesté y me apresuré a obedecerlo.

     Por el rabillo del ojo vi cómo se sentaba a los pies de la cama y tras mirarla se llevaba las manos a la cara. Era evidente que estaba sufriendo por ella. No podía evitar que me partiera el corazón verlo así.

     Acabé la ducha y me envolví en la toalla que él había dejado a mi alcance. Cuando salí del cuarto de baño Sikio estaba con la camiseta limpia que se iba a poner en su muslo y mirando al suelo. Sin hacer ruido me senté a su lado y acaricié su espesa y suave melena. Él pareció recordar que no estaba solo y se puso en pie de un salto saliendo de mi alcance.

—Las malditas manos donde pueda verlas, Majingilán. Vístete. 

—Solo llevo las prendas que me dieron cuando me mandaron a los calabozos.

     Gruñó y salió de la habitación, volvió como unos diez minutos más tarde con un chándal completo. La sudadera llevaba capucha.

—Date prisa, nos vamos a caminar.

     Llevaba tanto tiempo encerrada que me daba miedo aventurarme más allá de la zona de aislamiento. Bajé las escaleras con él a mi lado, algo que jamás hacía. Sikio odiaba tenerme cerca. Aborrecía verme o hablarme. Así que su conducta, en lugar de infundirme valor, me hizo mantenerme alerta. Él era el único de la antigua familia Mapogo con el que me comunicaba. Así que no sabía qué esperar si me veía el resto de la coalición. Entonces me di cuenta de que simplemente me vigilaba a la espera de mis reacciones. Llegamos al salón principal en donde habían colgado los cuadros de los reyes Makhulu, Skorro, Gideon, Terence, Shaka y mi padre. Me detuve ante el suyo. Bajé la cara cuando las lágrimas hicieron acto de presencia.

—Tus hombres lo mataron— sentenció.

—Nunca fueron mis hombres. Un día se plantaron en el territorio. Mataron a los hombres junto a los cachorros y se dedicaron a violarnos tratando de que les diéramos hijos. Fue su forma de tratar de humillar a los Mapogo. Como no se los dimos mataron a mis hermanas cuando fuimos a despedirnos de mi padre. A mí me dejaron vivir y me torturaron hasta que vosotros los atacasteis. Jamás fuimos sus reinas. Nadie acudió nunca a rescatarnos.  

     Sikio no dijo nada simplemente echó a andar.

     El sol me golpeó con violencia. Hacía tanto tiempo que no lo veía que me lastimaba los ojos. Sikio me pasó unas gafas oscuras y prosiguió su caminata. Nos detuvimos cuando vio lo mucho que me costaba andar. Me dolía mucho el pecho. Los oídos me zumbaban. Era demasiado para mí.

—Deberíamos...




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