Capitulo 3

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temblando convulsivamente y tendiendo desatinadamente los brazos en todas direcciones por encima de mi cabeza y a mi alrededor. No sentí nada, pero temblaba ante la idea de dar un solo paso por temor a tropezar contra los muros de una tumba . Brotaba el sudor por todos mis poros y tenía la frente empapada de gruesas gotas frías. A la larga, la agonía de la incertidumbre terminó por hacerse intolerable, y cautelosamente avancé con los brazos tendidos y los ojos desorbitados con la esperanza de captar el más débil rayo de luz. Di algunos pasos, pero todo seguía siendo vacío y negrura. Respiré con mayor libertad; por lo menos parecía evidente que el destino reservado para mí no era el más espantoso de todos.
Entonces, cuando avanzaba cautelosamente, resonaron en mi memoria los mil vagos rumores que corrían sobre los horrores de Toledo. Cosas extrañas que se contaban sobre los calabozos; cosas que yo siempre había creído fábula, pero que no por eso eran menos extrañas y demasiado horrorosas para ser repetidas en voz baja. ¿Me dejarían morir de hambre en aquel subterráneo mundo de tinieblas, o qué otro destino más terrible me aguardaba? De sobra conocía yo el carácter de mis jueces para dudar de que el fin sería la muerte, una muerte mucho más amarga que la habitual. Lo único que me preocupaba y me enloquecía era el modo y la hora de su ejecución.
Mis manos extendidas encontraron por fin un obstáculo sólido. Era un muro, probablemente de piedra, muy lisa, húmeda y fría. Lo fui siguiendo de cerca, avanzando con la precavida desconfianza que ciertas narraciones antiguas me habían inspirado. Pero esta operación no me proporcionaba medio alguno para examinar las dimensiones del calabozo, pues podía dar la vuelta y retornar al punto de partida sin advertirlo; hasta tal punto era uniforme y lisa la pared. Busqué, en vista de ello, el cuchillo que llevaba conmigo cuando me condujeron a la cámara inquisitorial; pero había desaparecido, pues mis ropas fueron cambiadas por un sayo de grosera estameña. Para comprobar perfectamente mi punto de partida, había pensado clavar la hoja en alguna pequeña grieta de la mampostería. Aunque la dificultad tenía fácil solución, me pareció insuperable al principio debido al desorden de mi mente. Rasgué una tira del ruedo de mi vestido y la extendí en el suelo formando ángulo recto con el muro. Recorriendo a tientas el contorno del calabozo tendría que encontrar el jirón de tela al completar el circuito. Por lo menos era lo que yo creía; pero no había tenido en cuenta ni las dimensiones de la celda ni mi debilidad. El suelo era húmedo y resbaladizo. Avancé tambaleándome un trecho, pero luego trastabillé y caí. Mi gran fatiga me indujo a seguir tumbado y el sueño no tardó en embargarme.
Al despertar y extender el brazo hallé a mi lado un pan y un cántaro de agua. Me encontraba demasiado agotado para reflexionar y bebí y comí ávidamente. Poco más tarde reemprendí mi viaje en torno al calabozo y trabajosamente logré llegar a la tira de estameña. En el momento de caer al suelo había contado cincuenta y dos pasos, y desde la reanudación del camino hasta encontrar el trozo de tela, cuarenta y ocho. De modo que en total había cien pasos. Suponiendo que dos pasos constituyesen una yarda, calculé que el calabozo tenía un perímetro de cincuenta. No obstante había tropezado con numerosos ángulos en la forma de la cueva, pues no había duda de que aquello era una cueva. Poco interés y ninguna esperanza puse en aquellas investigaciones, aunque una incierta curiosidad me impulsaba a continuarlas. Dejando la pared, decidí cruzar el calabozo. Avancé al principio con extrema precaución pues, aunque el suelo parecía de un material duro, era peligrosamente resbaladizo por el limo. Logré cobrar ánimos al rato y terminé caminando con seguridad, procurando cruzarlo en línea recta. Había avanzado unos diez o doce pasos cuando el ruedo desgarrado del sayo se enredó entre mis piernas haciéndome caer violentamente de bruces.
En la confusión que siguió a la caída no reparé en una circunstancia poco sorprendente pero que, segundos más tarde y cuando aún yacía en el suelo, llamó mi atención. Era ésta: tenía apoyado el mentón sobre el suelo del calabozo, pero mis labios y la parte inferior del mentón no descansaban en ninguna parte. Al mismo tiempo me pareció que mi frente se empapaba de un vapor viscoso y que un extraño olor a hongos podridos subía por mis fosas nasales. Alargué el brazo y me estremecí al descubrir que había caído exactamente al borde mismo de un pozo circular cuya profundidad no podía medir por el momento. Tanteando en el brocal que bordeaba el pozo, logré arrancar un fragmento que arrojé al abismo. Durante algunos segundos presté atención a sus rebotes. Repercutía en su caída contras las paredes del pozo; por último se hundió en el agua con un chapoteo lúgubre al que siguieron pesados ecos. En ese mismo instante percibí un ruido sobre mi cabeza, como de una puerta que se abre y se cierra rápidamente, mientras un débil rayo de luz cruzaba instantáneamente la negrura y volvía a desvanecerse.
Con toda claridad comprendí el destino que se me preparaba y me felicité por el oportuno accidente que me había impedido caer. Un paso más y el mundo no hubiera vuelto a saber de mí. Aquella muerte, evitada a tiempo, tenía justamente el carácter que yo había considerado fabuloso y absurdo en las historias que sobre la Inquisición había oído contar. Las víctimas de su tiranía no tenían más alternativa que la muerte: una muerte llena de crueles agonías físicas u otra acompañada de abominables torturas morales. Yo estaba destinado a esta última. Mis largos sufrimientos habían abatido mis nervios al punto que bastaba el sonido de mi propia voz para hacerme temblar y me consideraba por todos motivos la víctima ideal para la clase de torturas que

El pozo y el pénduloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora