Capitulo 7

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incoherentes conjeturas. Por primera vez pude advertir en esos momentos el origen de la claridad sulfurosa que iluminaba el calabozo. Provenía de una grieta de media pulgada de anchura que rodeaba la celda por completo en la base de las paredes, que parecían —y en realidad estaban— completamente separadas del suelo. Intenté mirar por aquella fisura, pero fue por supuesto en vano.
Al levantarme desanimado, comprendí de pronto el misterio del cambio que la prisión había sufrido. Ya había tenido ocasión de comprobar que si bien los contornos de las figuras pintadas en las paredes eran suficientemente claros, los colores parecían alterados y seguían tomando, a cada momento, un sorprendente y vivo brillo que prestaba a aquellas espectrales y diabólicas figuras un aspecto que hubiera hecho temblar a nervios más templados que los míos. Pupilas demoniacas, de una siniestra y feroz viveza, se clavaban fijamente sobre mí desde mil sitios distintos donde antes no había sospechado ninguna, y fulguraban con lúgubre resplandor de un fuego que mi imaginación no alcanzaba a concebir como irreal.
¡Irreal! Me bastaba respirar para que llegase a mi nariz el olor característico que surge del hierro enrojecido. Ese olor sofocante se extendía por la celda invadiéndola. A cada momento un ardor más profundo se reflejaba en los ojos fijos en mi agonía... Un rojo más oscuro empezó a invadir aquellas horribles pinturas sangrientas... Yo jadeaba tratando de respirar... ya no cabía duda sobre la intención de mis verdugos, los más implacables, los más demoniacos de todos los hombres. Alejándome del metal ardiente, corrí hacia el centro del calabozo. Al meditar sobre la horrible destrucción por el fuego que me aguardaba, la idea de la frescura del pozo fue para mi alma un bálsamo. Me lancé hacia su borde mortal y, con algún esfuerzo, miré hacia abajo. El resplandor de la inflamada bóveda iluminaba sus cavidades más recónditas. Y, sin embargo, durante un minuto de desvarío, mi espíritu se negó a comprender la significación de lo que veía. Pero al cabo, aquello se abrió paso y avanzó hasta mi alma para grabarse a fuego en mi estremecida razón. ¡Oh, una voz para expresarlo! ¡Oh, espanto! ¡Cualquier horror... menos aquél! Con un alarido me aparté del brocal y hundiendo mi rostro entre las manos sollocé amargamente.
El calor aumentaba veloz, y una vez más levanté los ojos a lo alto temblando en un acceso febril. Un segundo cambio se había operado en la celda... un cambio relacionado con la forma. Como antes, fue en vano que tratara de apreciar o entender inmediatamente lo que ocurría. Pero no me dejaron mucho tiempo en la duda. La venganza de la Inquisición se aceleraba tras mi doble escapatoria y el Rey de los Espantos no concedía más pérdida de tiempo. Hasta entonces la celda había sido cuadrada. Ahora vi que dos de sus ángulos de hierro se habían vuelto agudos y, los otros dos, por tanto, obtusos. Con un gruñido profundo y sordo el terrible contraste se acentuaba rápidamente. En un instante la celda cambió su forma cuadrada por la romboidal. Pero la transformación no se detuvo ahí y yo no deseaba ni esperaba que se detuviese. Podría haber aplicado mi pecho a los rojos muros como si fueran una vestidura de eterna paz. «¡La muerte! —clamé—. ¡Cualquier muerte menos la del pozo!» ¡Insensato! ¿No era acaso evidente que aquellos hierros al rojo vivo no tenían más objeto que precipitarme en el pozo? ¿Resistiría acaso su calor? Y, suponiendo que lo resistiera, ¿cómo podría oponerme a su presión? El rombo se iba aplastando más y más, con una rapidez creciente que no me dejaba tiempo para mirar. Su centro y, por tanto, su diámetro mayor, llegaban ya a las fauces del abismo. Intenté retroceder, pero los muros, al unirse, me empujaban con una fuerza irresistible. Por fin hubo un momento en que no quedaba en el piso del calabozo ni una pulgada donde posar mi chamuscado y convulso cuerpo. Cesé de luchar, pero la agonía de mi alma se exteriorizó en un agudo y prolongado alarido de desesperación. Me di cuenta de que me tambaleaba sobre el brocal... desvié la mirada...
¡Y oí un discordante clamoreo de voces humanas! ¡Resonó una explosión, un huracán de trompetas, un poderoso rugido semejante al de mil truenos! ¡Los terribles muros retrocedieron! Una mano tendida sujetó mi brazo cuando, desfalleciente, me precipitaba en el abismo. Era la del general Lasalle. El ejército francés había entrado en Toledo. La Inquisición estaba en manos de sus enemigos.

EL HUNDIMIENTO DE LA CASA USHER
«Son coeur est un luth suspendu; sitôt qu'on le touche, il résonne.»
( BÉRANGER )
Durante todo un día de otoño, oscuro, triste, silencioso, en que las nubes se cernían bajas y plomizas en los cielos, crucé solo, a caballo, una región singularmente monótona del país, y al fin, cuando se extendían las sombras, me encontré a la vista de la melancólica casa de Usher. No sé cómo ocurrió, pero a la primera ojeada sobre el edificio una sensación de insufrible tristeza invadió mi espíritu. Digo insufrible, pues aquel sentimiento no lo mitigaba esa emoción semiagradable, por poética, con que acoge por lo general el ánimo la severidad de las naturales imágenes de la desolación o de lo terrible. Contemplé la escena que ante mí tenía —la simple casa, el sencillo paisaje característico de la heredad, los desnudos muros, las ventanas —ojos vacíos—, algunas hileras de juncos y unos cuantos troncos de árboles agostados—, con una fuerte depresión de ánimo sólo comparable, como sensación terrena, al ensueño posterior del fumador de opio, a la amarga vuelta a la existencia cotidiana, al atroz descorrerse del velo. Era una sensación glacial, un abatimiento, una náusea del corazón, una irremediable tristeza mental que ningún estímulo de la imaginación podía impulsar a lo sublime. ¿Qué era aquello —me

El pozo y el pénduloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora