Capitulo 5

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atónito y sorprendido. El camino del péndulo había aumentado casi una yarda y, como secuela natural, su velocidad era mucho mayor. Pero lo que más me impresionó fue la idea de que había descendido visiblemente. Observé entonces —y puede suponerse con cuánto horror—, que su extremo inferior estaba formado por una media luna de brillante acero cuya larga punta tendría un pie aproximadamente. Los cuernos estaban dirigidos hacia arriba y el filo, cortante como una navaja, pesado y macizo, se iba ensanchando hasta rematar en una ancha y sólida forma. Se hallaba fijo a un grueso vástago de bronce y todo el mecanismo silbaba balanceándose en el espacio.
Ya no había duda alguna respecto al destino que me había preparado la horrible ingeniosidad de los monjes. Los agentes de la Inquisición habían previsto mi descubrimiento del pozo; del pozo , sí, cuyos horrores estaban reservados a un hereje tan temerario como yo; del pozo , típica imagen del infierno, última Thule de los castigos de la Inquisición según los rumores. El más fortuito de los accidentes me había salvado de caer en el pozo, y bien sabía que la sorpresa, la brusca precipitación en los tormentos, constituía un elemento esencial de las misteriosas ejecuciones que tenían lugar en aquellas cárceles. Habiendo fracasado mi caída en el pozo, el demoníaco plan de mis verdugos no contaba con arrojarme por la fuerza, y, en ese caso, sin ninguna alternativa, estaba destinado a una muerte distinta y más dulce. ¡Más dulce! En mi agonía, al pensar en el singular uso que yo hacía de esta palabra, casi sonreí.
¿Para qué contar las largas, interminables horas de un horror casi mortal, durante las cuales conté las zumbantes vibraciones del péndulo? Pulgada a pulgada, línea a línea, descendía gradualmente con una lentitud que sólo podía apreciarse después de intervalos que me parecían más largos que siglos. Y el acero seguía bajando, bajando. Pasaron días, muchos días tal vez, antes de que se balanceara tan cerca de mí que parecía abanicarme con su aliento acre. El olor del afilado acero hería mi olfato... Supliqué, fatigando al cielo con mis ruegos para que el péndulo descendiera con mayor rapidez. Enloquecí, me exasperé, hice esfuerzos por incorporarme y salir al encuentro de aquella espantosa y horrible cimitarra. Y luego se apoderó de mí una gran calma y permanecí inmóvil sonriendo a aquella muerte brillante como podría hacer un niño ante un hermoso juguete.
Siguió otro intervalo de perfecta insensibilidad. Fue corto, porque al volver a la vida observé que apenas se había producido en el péndulo un descenso apreciable. Podía no obstante haber durado mucho, pues bien sabía yo que aquellos seres infernales estaban al tanto de mi desvanecimiento y que podían haber detenido la vibración del péndulo a su capricho. Al volver en mí, sentí un malestar y una debilidad indecibles, como tras una prolongada inanición. Incluso en la agonía de aquellas horas, la naturaleza humana suplicaba el sustento. Con penoso esfuerzo alargué mi brazo izquierdo cuanto me permitían las ataduras para coger la pequeña cantidad sobrante que habían dejado las ratas. Al llevarme un pedazo a los labios, se alojó en mi mente un informe pensamiento de extraña alegría, de esperanza. Pero ¿qué tenía yo que ver con la esperanza? Repito que era un pensamiento informe; el hombre tiene con frecuencia muchos que no llegan a completarse jamás. Comprendí que era de alegría, de esperanza, pero sentí, al mismo tiempo, que había muerto al nacer. En vano traté de completarlo, de recobrarlo. Mis prolongados sufrimientos habían aniquilado casi por completo las normales facultades de mi mente. No era más que un imbécil, un idiota.
La oscilación del péndulo se efectuaba en un plano que formaba ángulo recto con mi cuerpo. Reparé en que la media luna estaba dispuesta de modo que atravesara la zona del corazón. Rasgaría la estameña de mi sayo..., volvería para repetir la operación una y otra vez. Pese a la gran amplitud de la curva recorrida (treinta o más pies), y la sibilante violencia de su descenso, capaz de cortar incluso aquellos muros de hiero, todo lo que haría durante varios minutos sería rasgar mi sayo. Y a esa altura de mis reflexiones hice una pausa: ¡no me atrevía a proseguir! Me mantuve en ellas con la atención pertinazmente fija, como si al hacerlo pudiera detener en aquel punto el descenso de la cuchilla. Comencé a pensar en el sonido que produciría la hoja de acero cuando pasara rasgando la estameña y en la extraña y penetrante sensación que produce el roce de una tela sobre los nervios. Y pensé en estas frivolidades hasta que mis dientes rechinaron.
Descendía suavemente, suavemente. Sentí un placer frenético al comparar su velocidad lateral con la del descenso. A la derecha... a la izquierda... hacia los lados, con el aullido de un espíritu condenado... hacia mi corazón con el furtivo paso del tigre. Yo aullaba y reía a carcajadas alternativamente según me dominase una u otra idea.
Descendía invariablemente, inexorablemente, suavemente. Ya pasaba vibrando a sólo tres pulgadas de mi pecho. Luché con coraje, con furia, tratando de liberar mi brazo izquierdo, que estaba libre a partir del codo. Sólo podía mover la mano desde el plato, puesto a mi lado, hasta la boca, pero no más allá, y esto con gran esfuerzo. De haber roto las ligaduras por encima del codo, hubiera intentado detener el péndulo, ¡pero hubiera sido lo mismo que pretender atajar una avalancha!
Descendía... incesantemente, inevitablemente..., descendía. Jadeaba con verdadera angustia a cada oscilación. Me agitaba convulsivamente a cada paso de la cuchilla. Mis ojos seguían su vuelo hacia arriba, hacia abajo, con la ansiedad de la más enloquecida desesperación; mis párpados se cerraban espasmódicamente a cada descenso. La muerte hubiera sido para mí un alivio, ¡oh, qué

El pozo y el pénduloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora