Capitulo 17

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expresar su esperanza de que «el barón tuviera que quedarse en su casa cuando no deseara estar en ella, puesto que desdeñaba la compañía de sus iguales, y que cabalgara cuando no quisiera cabalgar, puesto que prefería la compañía de un caballo».
Estas palabras eran tan sólo el estallido de un rencor hereditario y probaban simplemente el poco sentido que tienen nuestras palabras cuando queremos que sean especialmente enérgicas.
Los más caritativos, sin embargo, atribuían aquella alteración en la conducta del joven noble al natural dolor de un hijo por la pérdida prematura de sus padres; ni que decir tiene que olvidaban su atroz y despreocupada conducta durante el breve período que siguió de cerca a aquellas muertes. No faltaban quienes presumían en el barón un concepto excesivamente altanero de la dignidad. Otros (entre los cuales cabe mencionar al médico de la familia) no vacilaban en hablar de una melancolía morbosa y mala salud hereditaria; la multitud hacía correr oscuras insinuaciones de naturaleza más equívoca.
Por cierto que el perverso cariño del joven barón por su caballo —cariño que parecía acendrarse a cada nueva prueba que daba el animal de sus feroces y demoníacas inclinaciones— llegó a ser a la larga, a los ojos de los hombres, un cariño horrible y contra natura . Bajo el resplandor del mediodía, en la oscuridad nocturna, enfermo o sano, en la calma o en la borrasca, el joven Metzengerstein parecía estar clavado a la montura de aquel caballo colosal, cuya indomable audacia armonizaba tan bien con su manera de ser.
Había, por añadidura, circunstancias que unidas a los últimos acontecimientos conferían un carácter extraterreno y portentoso a la manía del jinete y a las posibilidades del corcel. Se había medido cuidadosamente la longitud de sus saltos, que excedían de manera asombrosa las conjeturas más fantásticas. El barón no usaba ningún nombre especial para su caballo, pese a que todos los demás de su propiedad lo tenían. Su caballeriza también estaba situada a cierta distancia de las otras, y sólo su amo osaba penetrar allí y acercarse al animal para darle de comer y ocuparse de su limpieza. Era además notable que, aunque los tres mozos que lo habían capturado cuando huía del incendio de Berlifitzing lo habían contenido por medio de una cadena y de un lazo, ninguno de los tres podía afirmar con certeza que durante aquella peligrosa lucha o en otro momento posterior hubiesen puesto sus manos sobre el cuerpo de la bestia. Esas pruebas de una inteligencia especial en la conducta de un caballo lleno de ardor no tiene por qué provocar una atención fuera de lo común; pero ciertas circunstancias se imponían a los espíritus más escépticos y flemáticos; se afirmó incluso que, a veces, la asombrada multitud que contemplaba a la bestia había retrocedido horrorizada ante la profunda e impresionante significación de su terrible apariencia; ciertas ocasiones en que, incluso el joven Metzengerstein, retrocedía palideciendo ante la expresión repentina y penetrante de aquellos ojos casi humanos del corcel.
Nadie dudó, sin embargo, del ardiente y extraordinario cariño que sentía el joven por las fogosas cualidades de su caballo. Nadie, salvo un insignificante pajecillo contrahecho que interponía su fealdad en todas partes y cuyas opiniones poseían muy poca importancia. Este paje (si es que merece la pena mencionar sus opiniones) tenía el descaro de afirmar que su amo no saltaba nunca a la silla sin un estremecimiento tan inexplicable como imperceptible y que al regresar de cada una de sus interminables y habituales correrías, cada rasgo de su rostro aparecía reformado por una expresión de triunfante malignidad.
Cierta tempestuosa noche, al despertar de un pesado sueño, Metzengerstein bajó como un maníaco de su estancia y, montando a caballo a toda prisa, se precipitó hacia las profundidades de la selva. Un hecho tan corriente no llamó especialmente la atención, pero sus criados esperaron con intensa ansiedad su regreso; pocas horas después de su partida, los muros del magnífico y suntuoso palacio de Metzengerstein empezaron a crujir y a temblar hasta sus cimientos bajo la acción de una masa densa y lívida de indomable fuego.
Cuando fueron vistas aquellas llamas por primera vez era demasiado tarde; habían hecho ya tan terribles progresos que todos los esfuerzos por salvar una parte cualquiera del edificio eran evidentemente inútiles; la atónita muchedumbre se concentró alrededor envuelta en un silencio y patético asombro. Pero pronto un nuevo y pavoroso objeto atrajo la atención de la multitud, demostrando hasta qué punto es más intensa la excitación provocada en ella por la contemplación de una agonía humana que la causada por los espectáculos más aterradores de la materia inanimada.
Por la larga avenida de añosos robles, que formaba el principio de la floresta y que conducía hasta la entrada del palacio de Metzengerstein, se vio venir un corcel dando enormes saltos, que llevaba en su silla un jinete sin sombrero y con las ropas revueltas, semejante al verdadero Demonio de la Tempestad.
Indiscutiblemente el jinete no dominaba aquella carrera. La angustia de su rostro, los esfuerzos convulsivos de todo su cuerpo patentizaban una lucha sobrehumana; pero ningún sonido, salvo un solo grito, escapó de sus labios desgarrados, que se mordía una y otra vez en la intensidad de su terror. Por un momento resonó el golpeteo de los cascos, agudo y penetrante, por sobre el mugido de las llamas y el aullido del viento; un instante después, franqueando de un solo salto el portón y el foso, el corcel se precipitó por la escalinata del palacio y desapareció con su jinete en aquel torbellino de caótico fuego.
La furia de la tempestad cesó de inmediato, siendo sucedida por una profunda y sorda calma. Una blanca llamarada envolvía aún el edificio como un sudario, mientras en la serena atmósfera brillaba un resplandor sobrenatural; entonces cayó pesadamente sobre los muros una nube de humo que mostraba distintamente la colosal figura de un... caballo .


FIN

El pozo y el pénduloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora