Capitulo 13

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las cercanías, pues había frecuentes y violentos cambios en la dirección del viento; la excesiva densidad de las nubes (tan bajas que oprimían casi las torrecillas de la mansión) no nos impedía apreciar la intensa velocidad con que acudían de todos los puntos mezclándose unas a otras sin perderse en la distancia. He dicho que su excesiva densidad no nos impedía apreciar aquello; aun así no divisábamos ni un atisbo siquiera de la luna o las estrellas, ni relámpago alguno proyectaba su resplandor. Pero las superficies inferiores de aquellas vastas masas de agitado vapor, así como todos los objetos terrestres que nos rodeaban reflejaban la luz sobrenatural de una exhalación gaseosa que se cernía sobre la casa y la envolvía en una mortaja apenas luminosa y claramente visible.
—No debes hacerlo, no debes contemplarlo —dije estremeciéndome mientras con suave violencia apartaba a Usher de la ventana para conducirlo a un asiento—. Esas apariciones que te trastornan son simples fenómenos eléctricos nada raros, o quizá tengan su horrible origen en los fétidos miasmas del estanque. Cerremos esta ventana. El aire está frío y es peligroso para tu organismo. Aquí hay una de tus novelas favoritas. Yo leeré y tú me escucharás, y así pasaremos juntos esta noche terrible.
El antiguo volumen que yo había cogido era el Mad Trist , de Sir Launcelot Canning; pero lo había llamado libro favorito de Usher más por triste burla que en serio, pues poco había en su tosca y pobre prolijidad que pudiera interesar a la elevada e ideal espiritualidad de mi amigo. Era, sin embargo, el único libro que tenía a mano y alenté la vaga esperanza de que la agitación que perturbaba en ese momento al hipocondríaco pudiera hallar alivio (pues la historia de los trastornos mentales está llena de anomalías semejantes) hasta en la exageración de las locuras que iba yo a leerle. A juzgar por el gesto de vivo e intenso interés con que escuchaba o aparentaba escuchar los párrafos de la narración, hubiera podido felicitarme por el éxito de mi idea.
Había llegado a esa parte tan conocida de la historia en que Ethelred, el héroe del Trist , después de sus vanos intentos por introducirse pacíficamente en la morada del ermitaño, procede a entrar por la fuerza. Aquí, como se recordará, las palabras del narrador son las siguientes:
«Y Ethelred, que era por naturaleza un corazón valeroso y que además se sentía fortalecido ahora por el poder del vino que había bebido, no aguardó más tiempo para hablar con el ermitaño, que en realidad era de índole obstinada y propenso a la malicia; mas sintiendo la lluvia sobre sus hombros y temiendo el estallido de la tempestad, alzó resueltamente su maza y a golpes abrió un rápido camino en la madera de la puerta para su mano con guantelete; y tirando con fuerza hacia sí, hizo crujir, hundirse y saltar todo en pedazos de tal modo que el ruido de la madera seca repercutió sonando a hueco en todo el bosque y lo llenó de alarma.»
Al concluir esta frase me estremecí e hice una pausa, pues me había parecido (aunque en seguida pensé que mi excitada imaginación me engañaba), me había parecido que de alguna remota parte de la mansión llegaba confusamente a mis oídos algo que podía ser, por su exacta semejanza de tono, el eco (aunque sofocado y sordo, por cierto) de aquel ruido real de crujido y de rotura que sir Launcelot había descrito tan minuciosamente. Fue sin duda alguna la única coincidencia lo que atrajo mi atención, pues entre el crujir de los bastidores de las ventanas y los ruidos mezclados de la tempestad creciente, el sonido en sí mismo nada tenía de seguro que pudiera intrigarme o distraerme. Continué pues la narración:
«Pero el buen campeón Ethelred franqueó la puerta y se sintió dolorosamente furioso y sorprendido al no percibir rastro alguno del maligno ermitaño, y encontrar en cambio en su lugar un dragón prodigioso de apariencia descomunal cubierto de escamas, con lengua de fuego y que estaba de centinela ante un palacio de oro con piso de plata; sobre el muro colgaba un escudo reluciente de bronce con esta leyenda encima:
»Quien aquí entre, vencedor será;
»Quien al dragón mate, el escudo ganara.
»Ethelred alzó su maza y golpeó la cabeza del dragón, que cayó a sus pies y exhaló su pestilente aliento con un ruido tan hórrido y bronco y penetrante que Ethelred tuvo que taparse los oídos con las manos para resistir aquel estruendo terrible tal como jamás lo oyera hasta entonces.»
Aquí me detuve nuevamente, y ahora con una sensación de violento asombro, pues no cabía duda de que en esta ocasión había escuchado realmente (aunque me resultaba imposible determinar la dirección de que procedía) un ruido débil y como lejano, singularmente agudo y chirriante, áspero y prolongado, la réplica exacta de lo que mi imaginación atribuyera al sobrenatural alarido del dragón tal como lo escribía el novelista.
Oprimido como estaba sin duda por aquella segunda y muy extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias entre las cuales predominaban un asombro y un terror extremos, conservé empero la suficiente presencia de ánimo para no excitar con ninguna observación la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No era nada seguro que hubiese notado los ruidos en cuestión, aunque se había producido, durante los últimos minutos, una visible y extraña alteración en su fisonomía. Desde su primitiva posición frente a mí había hecho girar gradualmente la silla de modo que se hallaba sentado frente por frente a la puerta del aposento; así sólo podía ver en parte sus facciones, aunque noté que sus labios temblaban como si dejaran escapar un susurro inaudible. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, pero no obstante sabía que no estaba dormido porque el ojo que yo entreveía de perfil permanecía abierto y fijo. El movimiento del cuerpo contradecía también esa idea,

El pozo y el pénduloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora