de la enemistad parecía radicar en las palabras de una antigua profecía: «Un augusto nombre sufrirá una espantosa caída cuando, como el jinete sobre su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de Berlifitzing.»
Seguramente estas palabras significan poco o nada en sí mismas. Pero causas más triviales han dado origen —y no hace falta que nos remontemos mucho— a consecuencias memorables. Además, los dominios de las casas rivales eran contiguos y ejercían desde largo tiempo una influencia rival en los asuntos de un gobierno bullicioso. Por otra parte, vecinos tan inmediatos son rara vez amigos y los habitantes del castillo de Berlifitzing podían contemplar desde sus elevados contrafuertes las ventanas del palacio de Metzengerstein. La magnificencia más que feudal de este último se prestaba muy poco a mitigar los irritables sentimientos de los Berlifitzing, menos antiguos y menos ricos. ¿Cómo extrañarse entonces de que las necias palabras de una predicción lograran hacer estallar y mantener viva la discordia entre dos familias ya predispuestas al rencor por todas las razones de un orgullo hereditario? La profecía parecía entrañar, si es que entrañaba algo, el triunfo final de la casa más poderosa. Y los más débiles y menos influyentes la recordaban con amarga animosidad.
Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de augusta estirpe, era en la época de nuestra narración un anciano achacoso y chocho, que sólo se hacía notar por una loca e inveterada antipatía personal hacia la familia de su rival y por una pasión desordenada hacia la equitación y la caza, a cuyos peligros ni su debilidad personal ni su incapacidad mental le impedían dedicarse a diario.
Frederick, barón de Metzengerstein, no había alcanzado aún la mayoría de edad. Su padre, el ministro G..., había muerto joven, y su madre, lady Mary, lo siguió muy pronto. Frederick tenía a la sazón dieciocho años, edad que no representa casi nada en las ciudades; pero en una soledad, y en una soledad tan magnífica como la de aquella vieja soberanía, el péndulo vibra con un sentido más hondo.
Debido a las peculiares circunstancias derivadas de la administración de su padre, el joven barón heredó, al morir aquél, sus vastos dominios. Rara vez se había visto a un noble húngaro dueño de un patrimonio semejante. Sus castillos eran incontables. El más esplendoroso, el más amplio, era el palacio Metzengerstein. La línea fronteriza de sus dominios nunca había sido claramente definida, pero su parte principal abarcaba un circuito de cincuenta millas.
La herencia de un propietario tan joven, inmensamente rico y dotado de un carácter bien conocido, provocó pocas dudas sobre su probable línea de comportamiento. En efecto, durante los tres primeros días la conducta del heredero excedió la de Herodes y superó en magnificencia la expectación de sus admiradores más entusiastas. Vergonzosos libertinajes, flagrantes felonías, atrocidades inauditas, hicieron comprender rápidamente a sus temblorosos vasallos que ni la servil sumisión por parte de ellos, ni los escrúpulos de conciencia por parte del amo, les garantizarían de allí en adelante contra las garras despiadadas del pequeño Calígula. Durante la noche del cuarto día estalló un incendio en las caballerizas del castillo de Berlifitzing, y la opinión unánime agregó la acusación de incendiario a la ya horrenda lista de delitos y enormidades del barón.
Pero durante el tumulto ocasionado por el accidente, el joven aristócrata se hallaba aparentemente sumido en meditación en una amplia y desolada estancia enclavada en la parte alta del palacio solariego de Metzengerstein. Las ricas aunque ajadas colgaduras, que cubrían fúnebremente las paredes, representaban figuras vagas y majestuosas de mil ilustres antepasados. Aquí sacerdotes revestidos de rico manto de armiño y dignatarios pontificales se sentaban familiarmente con el autócrata y el soberano, vetaban los deseos de un rey temporal o contenían con el fiat de la supremacía papal el cetro rebelde del archienemigo. Allí las atenazadas y enormes figuras de los príncipes de Metzengerstein, montados en sus briosos corceles de guerra, que pisoteaban los cadáveres del enemigo caído, sobrecogían los nervios más firmes con su vigorosa expresión; y allí también las figuras voluptuosas, como de cisnes, de las damas de antaño flotaban lejos, en el laberinto de una danza irreal, a los sones de una melodía imaginaria.
Pero mientras el barón escuchaba o fingía escuchar el creciente alboroto en las caballerizas de Berlifitzing o meditaba quizá algún nuevo acto de audacia aún más osado, sus ojos se volvieron sin querer hacia la figura de un enorme caballo pintado con un color que no era natural, representado en el tapiz como perteneciente a un sarraceno antepasado de la familia de su rival. El caballo aparecía en primer plano, inmóvil como una estatua, mientras más allá, hacia el fondo, su derribado jinete perecía bajo el puñal de un Metzengerstein.
En los labios de Frederick se dibujó una sonrisa diabólica al darse cuenta de lo que sus ojos contemplaban inconscientemente. No pudo, sin embargo, apartarlos de allí. Antes bien, una ansiedad abrumadora parecía caer sobre sus sentidos como un paño mortuorio. A duras penas podía conciliar sus soñolientas e incoherentes sensaciones con la certeza de hallarse despierto. Cuanto más lo contemplaba, más absorbente era el encantamiento y más imposible le parecía poder arrancar su mirada de la fascinación del tapiz. El tumulto del exterior se hizo de repente más violento y Frederick logró concentrar su atención en los rojizos resplandores que las llameantes caballerizas proyectaban sobre las ventanas de la estancia.
Su nueva actitud, empero, no duró mucho, y sus ojos volvieron a posarse maquinalmente en el muro. Para su indescriptible horror y asombro, la cabeza del gigantesco
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El pozo y el péndulo
KorkuEL LIBRO NO ME PERTENCE Como ya menciones el libro no es de mi propiedad,el libro lo saque de un sitio de internet Libros de Mario https://www.librosdemario.com/el-pozo-y-el-pendulo-y-otras-historias-espeluznantes-leer-online-gratis/4-paginas Escri...