Capitulo 4

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me aguardaban.
Estremeciéndome de pies a cabeza, retrocedí a tientas hasta la pared, dispuesto a dejarme morir antes de afrontar el horror de los pozos que en las tinieblas de la celda mi imaginación multiplicaba. En otro estado de ánimo tal vez hubiera tenido el suficiente coraje para acabar con mis miserias de una vez arrojándome en uno de aquellos abismos; pero había llegado a convertirme en el más perfecto de los cobardes, y por otra parte me era imposible olvidar lo que había leído sobre aquellos pocos de los que se decía que la extinción repentina de la vida se había excluido cuidadosamente de sus posibilidades.
Durante algunas horas me mantuvo despierto la agitación de mi ánimo, pero acabé por adormecerme. Al despertar, como antes, hallé a mi lado un pan y un cántaro de agua. Una sed abrasadora me consumía y de un solo trago vacié el cántaro. El agua debía contener alguna droga, pues apenas la hube bebido sentí unos irresistibles deseos de dormir. Un sueño profundo, semejante al de la muerte, cayó sobre mí. Jamás he podido saber cuánto duró, pero al abrir los ojos pude percibir los objetos que me rodeaban. Gracias a una claridad sulfurosa cuyo origen no pude determinar al principio, logré contemplar la magnitud y el aspecto de mi cárcel.
Mucho me había equivocado respecto a sus dimensiones. El circuito total de sus muros no pasaba de veinticinco yardas. Durante varios minutos este descubrimiento me turbó con una preocupación pueril, ya que dadas las terribles circunstancias que me rodeaban no había nada menos importante que las dimensiones de mi prisión. Pero mi espíritu se interesaba de forma extraña en las cosas más nimias y tenazmente me esforcé por descubrir el error que había cometido al tomar las medidas del recinto. Por último, como un relámpago de luz, se me reveló la verdad. En el primer intento de exploración había contado cincuenta y dos pasos hasta el momento de la caída. Probablemente en ese momento me hallaba a uno o dos pasos del trozo de estameña, es decir, que había efectuado casi por completo el circuito del calabozo. Al despertar de mi sueño debí necesariamente volver sobre mis pasos, es decir, en dirección contraria, creando un circuito casi doble del normal. La confusión de mi mente me impidió reparar entonces en que había comenzado la vuelta con la pared a la izquierda y que terminaba teniéndola a la derecha.
También me había engañado sobre la forma del recinto. Tanteando las paredes había encontrado varios ángulos, deduciendo así la idea de una gran irregularidad. ¡Tan poderoso es el efecto de la oscuridad total sobre quien sale del letargo o del sueño! Los ángulos eran simplemente leves depresiones o grietas que se encontraban a intervalos regulares. La forma general de la prisión era cuadrada. Lo que creí mampostería resultaba ser hierro o algún otro metal dispuesto en enormes plantas cuyas suturas y junturas ocasionaban las depresiones. La superficie de aquella construcción metálica estaba pintarrajeada groseramente con toda clase de emblemas horrorosos y repulsivos nacidos de la sepulcral superstición de los frailes. Figuras de demonios con amenazadores gestos, de esqueletos y otras imágenes todavía más horribles, recubrían y desfiguraban los muros. Reparé en que los contornos de aquellas monstruosidades estaban bien delineados, pero que los colores parecían borrosos y vagos por efecto de la humedad del ambiente. Vi asimismo que el suelo era de piedra. En su centro se abría el pozo circular de cuyas fauces, abiertas como si bostezaran, había yo escapado. Pero era el único que había en el calabozo.
Vi todo esto confusamente y no sin esfuerzo, pues mi situación física había cambiado mucho en el curso del sueño. Ahora yacía de espaldas cuan largo era sobre una especie de bastidor de madera muy baja. Estaba fuertemente atado con una larga tira que parecía un cíngulo. Se enrollaba con distintas vueltas en mis miembros y en mi cuerpo dejando sólo en libertad la cabeza y el brazo izquierdo. Sin embargo, tenía que hacer un violento esfuerzo para llegar a los alimentos colocados en un plato de barro puesto a mi alcance en el suelo. Con verdadero horror vi que se habían llevado el cántaro de agua, y digo con horror porque me devoraba una sed intolerable. Creí entonces que la intención de mis verdugos consistía en exasperar esta sed, porque la comida del plato estaba cruelmente condimentada.
Levantando los ojos examiné el techo de mi prisión, que tendría unos treinta o cuarenta pies de alto, y por su construcción se asemejaba a los muros. En uno de sus paneles aparecía una singular figura que atrajo mi atención: era una representación pintada del tiempo tal como se le suele figurar, salvo que en lugar de guadaña tenía lo que a primera vista creí un enorme péndulo, tal como solemos verlo en los relojes antiguos. Algo, empero, había en la apariencia de aquella máquina que me movió a observarla con más detenimiento. Mientras la miraba atentamente de abajo arriba (pues se hallaba situada exactamente sobre mí) tuve la impresión de que se movía. Un segundo después, esa impresión quedaba confirmada. Su balanceo era breve y, por tanto, muy lento. No sin cierta desconfianza y sobre todo con extrañeza, lo observé durante un rato. Cansado al cabo de vigilar su fastidioso movimiento, volví mis ojos a los demás objetos de la celda.
Un leve ruido atrajo mi atención, y mirando al suelo vi cruzar varias ratas enormes. Habían salido del pozo que se hallaba a la derecha al alcance de mi vista. En ese instante, mientras las miraba, subieron en tropel presurosas y con ojos voraces atraídas por el olor de la carne. Me costó gran trabajo y atención ahuyentarlas del plato de comida.
Habría pasado media hora, quizás una entera —pues sólo tenía una noción imperfecta del tiempo— cuando volví a fijar los ojos en lo alto. Lo que entonces vi me dejó

El pozo y el pénduloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora