Capitulo 16

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corcel parecía haber cambiado de posición durante aquel intervalo. El cuello del animal, antes curvado, como si la compasión lo hiciera inclinarse sobre el postrado cuerpo de su amo, se tendía ahora en dirección al barón. Los ojos, antes invisibles, mostraban una expresión enérgica y humana y brillaban con un extraño resplandor rojizo, como de fuego; y los abiertos belfos de aquel caballo aparentemente furioso permitían ver sus sepulcrales, y repulsivos dientes.
Estupefacto de terror, el joven aristócrata se dirigió tambaleante hacia la puerta. En el momento de abrirla, un relámpago de luz roja flameó dentro de la habitación proyectando claramente su sombra sobre la trémula tapicería, y Frederick se estremeció al ver que aquella sombra (mientras él permanecía vacilante en el umbral) asumía la postura exacta y llenaba completamente el contorno del implacable y triunfante matador del Berlifitzing sarraceno.
Para aliviar la depresión de su espíritu, el barón salió presuroso al aire libre. En la puerta principal del palacio encontró a tres caballerizos, que con gran dificultad y con riesgo de sus vidas trataban de calmar los convulsivos saltos de un gigantesco caballo de color de fuego.
—¿De quién es este caballo? ¿Dónde lo habéis encontrado? —preguntó el joven con un tono tan sombrío como colérico, al reconocer inmediatamente que el misterioso corcel de la tapicería era la réplica exacta del furioso animal que tenía ante los ojos.
—Es vuestro, señor —contestó uno de los caballerizos—, o al menos no sabemos que nadie lo reclame. Lo capturamos cuando huía echando humos y espumeante de rabia de las caballerizas incendiadas del conde de Berlifitzing. Suponiendo que era uno de los caballos extranjeros del conde fuimos a devolverlo, pero los mozos negaron haber visto nunca al animal, lo cual es extraño, puesto que muestra señales evidentes del fuego del que se ha librado de milagro.
—Las letras W. V. B. están claramente marcadas en su frente —interrumpió el segundo caballerizo—. Como es natural supusimos que eran las iniciales de Wilhelm von Berlifitzing, pero en el castillo niegan terminantemente que el caballo les pertenezca.
—¡Es muy extraño! —dijo el joven barón con aire pensativo y sin cuidarse al parecer del sentido de sus palabras—. Como decís, es un caballo notable, un caballo prodigioso, aunque, como justamente observáis, tan peligroso como intratable... Pues bien, dejádmelo —agregó luego de una pausa—, quizá un jinete como Frederick de Metzengerstein sepa domar hasta al mismísimo diablo de las cuadras de Berlifitzing.
—Os engañáis, señor; este caballo, como creo haberos indicado, no proviene de las cuadras del conde, pues, en tal caso, conocemos muy bien nuestro deber para traerlo a presencia de vuestra familia.
—¡Cierto! —observó secamente el barón.
En aquel momento un ayuda de cámara llegó corriendo desde el palacio todo sofocado. Musitó al oído de su amo para informarle de la repentina desaparición de un pequeño trozo de la tapicería de cierto aposento, agregando numerosos detalles tan precisos como concretos. Pero como comunicó todo aquello en un tono de voz muy bajo, no se escapó nada que pudiera satisfacer la excitada curiosidad de los caballerizos.
Mientras duró el relato del paje, el joven Frederick pareció agitado por muy diversas emociones. No obstante, pronto recobró la calma, y una expresión de resuelta perversidad afloró a su rostro cuando daba órdenes perentorias para que la estancia en cuestión fuera al punto cerrada y se le entregara inmediatamente la llave.
—¿Habéis oído la noticia de la lamentable muerte del viejo cazador Berlifitzing? —dijo uno de sus vasallos al barón cuando, después de marcharse el ayuda de cámara, el enorme corcel, que el noble acababa de adoptar como suyo, redoblaba su furia, mientras lo llevaban por la larga avenida que se extendía desde el palacio hasta las caballerizas de los Metzengerstein.
—¡No! —exclamó el barón, volviéndose bruscamente hacia el que hablaba—. ¿Que ha muerto, dices?
—Es cierto, señor, y pienso que para un noble de vuestro apellido no será una noticia desagradable.
Una rápida sonrisa cruzó por el rostro del barón.
—¿Cómo ha muerto?
—Entre llamas, cuando se esforzaba imprudentemente por salvar una parte de sus caballos de caza favoritos.
—¡Re...al...men...te! —exclamó el barón, pronunciando cada sílaba como si una idea apasionante se apoderara en ese momento de él.
—¡Realmente! —repitió el vasallo.
—¡Espantoso! —dijo tranquilamente el joven que regresó en silencio al palacio.
Desde aquella fecha, una notable alteración tuvo lugar en la conducta exterior del disoluto barón Frederick von Metzengerstein. Su conducta defraudó todas las esperanzas y se mostró en completo desacuerdo con las expectativas y manejos de más de una madre de niña casadera; al mismo tiempo, sus hábitos y maneras siguieron diferenciándose más que nunca de los de la aristocracia circundante. Jamás se lo veía allende los límites de sus dominios y en su vasto mundo social carecía de compañero, a menos que aquel extraño e impetuoso corcel de ígneo color, que montaba continuamente, tuviera algún misterioso derecho a ser considerado como su amigo.
A pesar de lo cual y durante largo tiempo llegaron a palacio las invitaciones de nobles vinculados con su casa.
—¿Honrará el barón nuestras fiestas con su presencia?
—¿Vendrá el barón a cazar con nosotros a una montería de jabalíes?
Las altaneras y lacónicas respuestas eran siempre:
—Metzengerstein no irá a la caza.
—Metzengerstein no concurrirá.
Aquellos repetidos insultos no podían ser tolerados por una aristocracia igualmente arrogante. Las invitaciones se hicieron menos cordiales, menos frecuentes, hasta que cesaron por completo. Se oyó incluso a la viuda del infortunado conde de Berlifitzing

El pozo y el pénduloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora