Capitulo 10

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como no sea por su efecto absoluto; el terror. En esta excitación, en este lamentable estado, presiento que tarde o temprano llegará un momento en que deba abandonar vida y razón a un tiempo en alguna lucha con el horrible fantasma, con el MIEDO .
Supe también a intervalos, por insinuaciones interrumpidas y ambiguas, otra particularidad de su estado mental. Se hallaba dominado por ciertas impresiones supersticiosas relativas a la mansión donde habitaba, de la que no se había atrevido a salir desde hacía muchos años; supersticiones relativas a una influencia cuya enérgica respuesta describió en términos demasiados sombríos para ser repetidos; una influencia que algunas características de la simple forma y materia de su casa solariega habían ejercido sobre su espíritu, decía, a fuerza de sufrirlas largo tiempo; efecto que el aspecto físico de los muros y las torres grises y el oscuro estanque en que todo se reflejaba habían terminado creando sobre la moral de su existencia. Admitía no obstante, aunque con vacilaciones, que podía atribuirse a un origen más natural y mucho más palpable gran parte de la peculiar melancolía que le afectaba: la cruel y antigua dolencia, la muerte evidentemente próxima de una hermana tiernamente querida, su sola compañera durante muchos años, su única pariente en la tierra.
—Su muerte —dijo con una amargura que nunca podré olvidar— hará de mí (de mí, el desesperado, el débil) el último de la antigua estirpe de los Usher.
Mientras hablaba, Lady Madeline (que así se llamaba) pasó por un rincón apartado de la estancia y, sin fijarse en mi presencia, desapareció. La miré con un asombro enorme no desprovisto de terror, y sin embargo me es imposible explicar estos sentimientos. Una sensación de estupor me oprimió a medida que mis ojos seguían sus pasos que se alejaban. Cuando al fin una puerta se cerró tras ella, mi mirada buscó instintiva y ansiosamente el rostro del hermano, que lo había hundido entre sus palmas; sólo pude percibir una palidez mayor que la habitual extendiéndose por entre los descarnados dedos a través de los cuales goteaban abundantes lágrimas apasionadas.
La enfermedad de Lady Madeline había desconcertado durante largo tiempo la ciencia de los médicos. Una apatía pertinaz, un agotamiento gradual de su persona y frecuentes, aunque pasajeros, accesos de índole parcialmente cataléptica eran el insólito diagnóstico. Hasta entonces había sobrellevado con firmeza la carga de su enfermedad sin resignarse a guardar cama; pero al caer la tarde de mi llegada a casa, sucumbió (como su hermano me dijo aquella noche con inexpresable agitación) al poder postrador del mal, y supe que la breve visión que yo había tenido de su persona sería probablemente la última para mí, que nunca más vería a aquella dama, viva al menos.
En varios días posteriores, ni Usher ni yo mencionamos su nombre, y durante ese período realicé vehementes esfuerzos por aliviar la melancolía de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos, o yo escuchaba como en un sueño las fogosas improvisaciones en su guitarra. Y así, a medida que una intimidad cada vez más estrecha me admitía sin reserva en lo más recóndito de su alma, iba percibiendo con amargura la vanidad de todo intento de alegrar un espíritu cuya oscuridad, como una cualidad positiva e inherente, se derramaba sobre todos los objetos del universo moral y físico en una irradiación incesante de melancolía.
Siempre conservaré el recuerdo de las muchas horas que pasé en compañía del dueño de la casa Usher. Pese a todo, fracasaría si quisiera expresar la índole exacta de los estudios o de las ocupaciones a los que me inducía y cuyo camino me mostraba. Una idealidad ardiente, exaltada y enfermiza arrojaba una claridad sulfúrea por doquiera. Sus largas improvisaciones fúnebres resonarán por siempre en mis oídos. Y entre otras cosas, conservo dolorosamente en la memoria una singular perversión, amplificada, del aria impetuosa del último vals de Von Weber. En cuanto a las pinturas que incubaba su laboriosa fantasía, y cuya vaguedad crecía a cada trazo causándome un estremecimiento tanto más penetrante cuanto que desconocía su causa... De esas pinturas, tan vívidas que aún tengo sus imágenes ante mí, en vano intentaría presentar algo más que la pequeña porción comprendida en los límites de las simples palabras escritas. Por la completa sencillez, por la desnudez de sus dibujos, inmovilizaban y sobrecogían la imaginación. Si alguna vez un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos en las circunstancias que me rodeaban, surgía de las puras abstracciones que el hipocondríaco lograba lanzar sobre el lienzo, una intensidad de intolerable espanto cuya sombra no he sentido nunca siquiera en la contemplación de los sueños de Fuseli, refulgentes sin duda, pero demasiado concretos.
Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo, que no participaba con tanto rigor del espíritu de abstracción, puede ser apenas esbozada con palabras aunque de manera imprecisa. Era un pequeño cuadro que representaba el interior de una cripta o túnel inmensamente largo, rectangular, de muros bajos, lisos, blancos y sin interrupción ni adorno. Ciertos pormenores accesorios del dibujo servían para sugerir la idea de que esa excavación se hallaba a gran profundidad bajo la superficie de la tierra. No se veía ninguna salida en toda su vasta extensión ni se percibía antorcha u otra fuente artificial de luz; sin embargo una oleada de intensos rayos flotaba por todo el espacio bañando el conjunto en un lívido e inadecuado esplendor.
Ya he hablado de ese estado morboso del nervio auditivo que volvía intolerable toda música para el paciente, salvo ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos límites en los que se había confinado él mismo al tocar la guitarra fueran los que provocaron en gran

El pozo y el pénduloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora