Capitulo 8

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detuve a pensar—, qué era aquello que así me desalentaba al contemplar la casa Usher? Misterio de todo punto insoluble; y no podía luchar contra las sombrías visiones que sobre mí se amontonaban mientras reflexionaba. Me vi forzado a recurrir a la insatisfactoria conclusión de que existen, fuera de toda duda, combinaciones simplísimas de objetos naturales que tienen el poder de afectarnos así, mientras el análisis de este poder se halla aún entre consideraciones alejadas de nuestro alcance. Era posible —pensé— que una simple disposición diferente de los detalles de la escena, de los pormenores del cuadro bastase para modificar, para anular quizá, su poder de impresión dolorosa; y obrando conforme a esa idea guié mi caballo hasta la escarpada orilla de un negro y fantástico estanque que extendía su tranquilo brillo hasta la mansión; pero, con un estremecimiento aún más aterrador que antes, contemplé fijamente las imágenes reflejadas e invertidas de los juncos grises, de los espectrales troncos lívidos y de las vacías ventanas como ojos.
En aquella mansión de melancolía pensaba, sin embargo, residir unas semanas. Su dueño, Roderick Usher, había sido unos de mis joviales compañeros de adolescencia; muchos años habían transcurrido desde nuestro último encuentro, pero una carta suya me había llegado recientemente a una región alejada. Por su tono de vehemente apremio aquella carta no admitía otra respuesta que mi presencia. La letra mostraba una evidente agitación nerviosa. El autor hablaba de una dolencia física aguda, de un trastorno mental que le oprimía, y de un vivo deseo de verme por ser su mejor y, en realidad, su único amigo, pensando hallar en la jovialidad de mi compañía algún alivio a su mal. Era la forma en que decía todas estas cosas y muchas más, era la manera suplicante de abrirme su pecho, lo que no me permitía vacilar; y en consecuencia obedecí de inmediato lo que yo, pese a todo, consideraba como un requerimiento extrañísimo.
Aunque de muchachos hubiéramos sido camaradas íntimos, bien mirado sabía poco de mi amigo. Su reserva fue siempre excesiva y constante. Sabía yo, sin embargo, que su antiquísima familia se había distinguido desde tiempo inmemorial por una peculiar sensibilidad de temperamento, desplegada a lo largo de muchos años en numerosas y elevadas concepciones artísticas y manifestaba recientemente en repetidas obras de caridad, generosas aunque discretas, así como en un apasionado fervor por las dificultades más que por las bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles de la ciencia musical. Conocía también el notabilísimo hecho de que la estirpe de los Usher, por venerablemente antigua que fuese, no había dado de sí en ninguna época rama duradera; en otras palabras, que la familia entera se había perpetuado siempre en línea directa con insignificantes y pasajeras variaciones. Semejante ausencia —pensé mientras revisaba mentalmente la perfecta concordancia de esas aserciones con el carácter proverbialmente atribuido a la estirpe, reflexionando sobre la posible influencia que una de ellas podía haber ejercido a lo largo de tantos siglos sobre la otra—, semejante ausencia quizá de ramas colaterales y la consiguiente transmisión directa de padre a hijo del patrimonio y del nombre era lo que al fin identificaba tanto a los dos, hasta el punto de fundir el título originario de la posesión a la arcaica y equívoca denominación de casa de Usher, nombre que parecía incluir, al menos para los campesinos que lo utilizaban, la familia y la casa solariega.
Ya he dicho que el único efecto de mi experiencia un tanto infantil —contemplar abajo el estanque— había profundizado aquella primera y singular impresión. No puedo dudar que la conciencia de mi acrecida superstición —¿por qué no definirla así?— sirvió ante todo para acelerar aquel crecimiento. Tal es, lo sé de antiguo, la paradójica ley de todos los sentimientos basados en el terror. Y ésta debió ser la única razón que, cuando mis ojos se alzaron hacia la casa desde su imagen en el estanque, hizo brotar en mi mente una extraña visión, visión tan ridícula en verdad que sólo la menciono para mostrar la inmensa fuerza de las sensaciones que me oprimían. Mi imaginación estaba excitada hasta el punto de convencerme de que sobre la casa toda y la hacienda flotaba una atmósfera peculiar de ambos y de las cercanías más inmediatas, una atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, emanada de los árboles agostados, de los muros grisáceos, del estanque silencioso, un vapor pestilente y místico, opaco, pesado, apenas perceptible y de color plomizo.
Sacudiendo de mi espíritu lo que no podía ser más que sueño, examiné más de cerca el aspecto real del edificio. Una excesiva antigüedad parecía constituir su principal característica. La decoloración ocasionada por los siglos era grande. Menudos hongos sembraban toda la superficie tapizándola con la fina y enmarañada trama de un tejido suspendido de los aleros. Pero todo esto no implicaba ninguna destrucción. No se había desprendido pane alguna de la mampostería y parecía haber una violenta contradicción entre aquella todavía perfecta adaptación de las partes y el especial estado de disgregación de cada piedra. Esto me recordaba mucho la aparente integridad de ciertos maderajes labrados que han dejado pudrir durante largos años en alguna cripta olvidada sin la intervención del soplo del aire exterior. Aparte de este indicio de ruina general, el edificio no presentaba el menor síntoma de inestabilidad. Acaso la vista de un observador minucioso hubiera descubierto una grieta apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado de la fachada, se abría camino bajando en zig-zag por el muro hasta perderse en las sombrías aguas del estanque.
Observando estas cosas cabalgué por una breve calzada hasta la casa. Un sirviente que esperaba tomó mi

El pozo y el pénduloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora