Capitulo 12

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que consideré, todo lo más, como una precaución inofensiva y lógica.
A ruegos de Usher le ayudé personalmente en los preparativos de aquel entierro transitorio. Ya en el féretro, transportamos los dos solos el cuerpo a su lugar de reposo. La cripta en que lo depositamos (clausurada hacía tanto tiempo que nuestras antorchas, semiapagadas por aquella atmósfera sofocante, apenas nos daban oportunidad de examinarla) era pequeña, húmeda y carente de toda fuente de luz; estaba a gran profundidad justo debajo de aquella parte de la casa donde se encontraba mi dormitorio. Evidentemente, en remotos tiempos feudales había sido utilizada como mazmorra, y en días posteriores como depósito de pólvora o de alguna otra sustancia inflamable, pues una parte del suelo y todo el interior de una larga bóveda, que cruzamos para llegar hasta allí, se hallaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta de hierro macizo estaba protegida de igual modo. Su inmenso peso, al girar sobre los goznes, producía un ruido singular, agudo y chirriante.
Depositamos nuestro lúgubre fardo sobre unos soportes en aquella región de horror, separamos parcialmente hacia un lado la tapa del féretro, sin atornillar aún, y miramos la cara del cadáver. Lo que primero atrajo mi atención fue un sorprendente parecido entre el hermano y la hermana, y Usher, adivinando tal vez mis pensamientos, murmuró algunas palabras por las que supe que la muerte y él eran gemelos y que entre ambos habían existido siempre simpatías de naturaleza casi inexplicable. Sin embargo nuestros ojos no se detuvieron fijos sobre la muerta mucho tiempo, pues no podíamos contemplarla sin espanto. La dolencia que llevara a Lady Madeline a la tumba en la plenitud de su juventud había dejado, como es frecuente en todas las enfermedades de índole estrictamente cataléptica, la ironía de un débil rubor en el pecho y el rostro, y esa sonrisa equívoca y lánguida, tan terrible en la muerte, sobre los labios. Volvimos a colocar la tapa, que atornillamos, y después de asegurar la puerta de hierro emprendimos con fatiga el regreso hacia los aposentos apenas menos lúgubres de la parte superior de la casa.
Transcurridos varios días de amarga pena, sobrevino un cambio visible en los síntomas del desorden mental de mi amigo. Sus maneras habituales desaparecieron. Descuidaba u olvidaba sus ocupaciones ordinarias. Vagaba de estancia en estancia con paso presuroso, desigual, sin objeto. La lividez de su fisonomía había adquirido, si era posible, un tono más espectral, y la luminosidad de sus ojos había desaparecido por completo. No se oía ya el tono a veces áspero de su voz y un temblor, que parecía causado por un terror sumo, caracterizaba de ordinario su habla. En realidad, pensé a veces que su mente, agitada sin tregua, sentía las torturas de algún secreto opresor cuya divulgación no tenía el valor de realizar. Otras veces, en cambio, me veía obligado a deducir, en suma, que se trataba de rarezas inexplicables en la demencia, pues le veía contemplar el vacío durante largas horas en actitud de profunda atención, como si escuchara un ruido imaginario. No es de extrañar que su estado me espantara, que se me contagiara incluso. Sentía deslizarse a mi alrededor a pasos lentos, pero seguros, la violenta influencia de sus fantásticas aunque impresionantes supersticiones.
Fue especialmente al retirarme a mi aposento la noche del séptimo u octavo día desde que depositáramos a Lady Madeline en la mazmorra, siendo ya muy tarde, cuando experimenté toda la fuerza de tales sensaciones. El sueño no quería acercarse a mi lecho mientras las horas pasaban y pasaban. Intenté buscar un motivo al nerviosismo que me dominaba. Traté de convencerme de que mucho, si no todo lo que sentía, era debido a la perturbadora influencia del lúgubre mobiliario de la habitación, de los sombríos tapices raídos que, atormentados por las ráfagas de una tempestad incipiente, se balanceaban de aquí para allá sobre los muros y crujían desagradablemente en torno a los adornos del lecho. Pero mis esfuerzos fueron vanos. Un temblor irreprimible fue invadiendo gradualmente mi cuerpo y, al cabo, un íncubo vino a apoderarse por completo de mi corazón, el peso de una alarma totalmente inmotivada. Jadeé, luché y logré sacudirlo; incorporándome sobre las almohadas y mientras miraba ansiosamente la densa oscuridad del aposento, presté oído —ignoro por qué salvo que me impulsó una fuerza instintiva— a ciertos sonidos vagos, apagados e indefinidos que llegaban hasta mí en las pausas de la tormenta no sé de dónde. Dominado por una intensa sensación de horror inexplicable e insoportable, me vestí deprisa (pues sabía que no podría dormir en toda la noche) y procuré, recorriendo a grandes zancadas la habitación de un extremo a otro, salir del estado lamentable en que me hallaba sumido.
Apenas había dado unas pocas vueltas cuando un leve paso en una escalera cercana atrajo mi atención. Muy pronto reconocí el paso de Usher. Un instante después llamaba suavemente a mi puerta y entraba con una lámpara. Su rostro tenía, como de costumbre, una palidez cadavérica, pero además había en sus ojos una especie de loca hilaridad, una histeria evidentemente reprimida en todo su porte. Su aspecto me aterró, pero todo era preferible a la soledad que había soportado tanto tiempo y acogí su presencia con alivio.
—¿No lo has visto? —preguntó bruscamente tras echar en silencio una mirada a su alrededor—. ¿No lo has visto? Pues aguarda y lo verás.
Y diciendo esto resguardó cuidadosamente la lámpara, se precipitó hacia una de las ventanas y la abrió de par en par a la tormenta.
La impetuosa furia de la ráfaga estuvo a punto de levantarnos del suelo. Era en verdad una noche espantosa, pero de una belleza severa, de una rareza singular en su terror y en su hermosura. Un torbellino parecía haber concentrado todas sus fuerzas en

El pozo y el pénduloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora