32. Cuando te obligás a decir la verdad

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 Ese día Darío tenía libre y Alexis cubrió el turno matutino en la cafetería, ya que aún no tenían un reemplazo para Jonathan

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Ese día Darío tenía libre y Alexis cubrió el turno matutino en la cafetería, ya que aún no tenían un reemplazo para Jonathan. Sin embargo, a él no le molestaba, ya que lo hacía casi con gusto al saber que no tenía que compartir más el espacio con él.

Su primo fue a buscarlo en la moto y cuando llegaron a la casa, ni Julieta ni Héctor habían vuelto de sus trabajos. Metió su copia de la llave en la cerradura mientras Alexis esbozaba una sonrisa cargada de intención. Darío iba a codearlo, pero una pequeña mueca en su rostro delató que estaba pensando lo mismo que su compañero.

Entraron con apuro y cerraron la puerta detrás de sí, sin preocuparse en trancarla. Ninguno tuvo intenciones de abrir las ventanas siquiera. Alexis tiró la mochila al sofá y con las manos ya desocupadas sujetó a Darío para empujarlo contra el respaldo del sofá y besarlo lleno de deseo. Él abandonó la suya en el suelo, junto a la mesa ratona del living, y tiró de la remera de Alexis para quitársela. Apenas se separó para hacerlo y volvió a atacar sus labios.

Se movieron por la casa, con las manos inquietas sobre el cuerpo del otro. Darío se deshizo de su remera del uniforme que quedó en el pasillo mientras Alexis lo empujaba hacia el dormitorio. Pensó que en algún momento debía limpiar el desastre antes que alguno de sus padres llegue, pero eso quedo relegado detrás de otros pensamientos más impuros.

Sus bocas no se apartaron en ningún momento mientras Alexis empujaba la puerta con la cadera y tiraba de su compañero hacia la cama. Cayó de espaldas, dejando a Darío encima de él, y comenzó a desabrocharle el pantalón horroroso que usaba de uniforme mientras que el otro hacía lo mismo. Pronto ambas prendas quedaron en el suelo y volvieron a atacarse.

En la cocina, Gerald maulló, pero ninguno les prestó atención. Siguieron trazando besos, distribuyendo caricias y suaves mordidas mientras intentaban deshacerse de los molestos boxers.

—¿Y toda esta ropa tirada? Después soy yo la que... ¡Ah!

Darío se irguió, asustado, y se golpeó la cabeza con la estantería que estaba encima de su cama. Esta se sacudió y los libros que estaban de pie cayeron uno sobre otro hasta que el que estaba al final, uno de Stephen King, cayó sobre la cabecera de la cama, junto a Alexis. Ambos se separaron, como dos extremos de una gráfica exponencial, con las respiraciones agitadas y el miedo latente en la piel.

—¿Ma...? —dudó Darío, con la voz cortada, hacia la puerta del cuarto que había quedado abierta.

—Voy a preparar algo para tomar —respondió ella luego de un carraspeo. No se asomó—. Los espero después que se vistan.

Sus pasos se fueron. Le siguió el sonido de los postigos de las ventanas al abrirse y el chisporroteo del encendido automático de la cocina. Darío se frotó la cabeza dolorida y se dejó caer sentado en la cama, con la cara escondida en la parte interna del codo. Sentía la angustia comiéndole el estómago, el miedo y el pánico enfriándole la piel

De música y númerosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora