Cuando entro a la cocina, veo a Matt con los codos apoyados sobre la mesada, y el móvil en la mano. No levanta su vista de la pantalla hasta que me oye tomar las llaves de casa, que se golpean levemente contra el vidrio de la mesa. La furia que irradiaba de sus ojos hasta hace no más de cinco minutos ha desaparecido, pero aún no relaja los músculos de su rostro y se nota que sigue tenso.
- ¿Se ha ido? - me pregunta, irguiéndose como un resorte. Cruza los brazos sobre su pecho, tomando esa postura que pone cada vez que se siente amenazado, con el mismo aire de "Mirenme, soy todo un macho alfa y pienso golpearte si te acercas" y me mira ceñudo.
Rodeo el mueble en donde todavía yacen los restos de nuestro desayuno, y, como he hecho tantas veces para calmar su enojo, envuelvo su cuerpo con mis brazos.
Ambos hemos crecido, él tal vez un poco más que yo, y nuestros cuerpos han cambiado brutalmente; Matt de niño solía ser el rellenito, hasta que cumplió los trece y decidió que el gimnasio se convertiría en su segunda casa. Y yo, pues, siempre he sido una niña menudita, de pocas curvas, pero la llegada de la regla ha conseguido que ciertas partes de mi cuerpo no dejaran de crecer, hasta por lo menos cumplidos mis diecisiete. De todas formas, mi contextura física sigue siendo prácticamente la misma, y no me puedo quejar demasiado por ello. Mi espalda, por el contrario, se ha llevado la peor parte y eso es algo por lo que maldigo todos los días de mi vida.
-Ya relájate, ¿quieres?- le pido, apoyando la mejilla suavemente contra sus brazos. Enseguida lo siento destensarse bajo mi agarre, y sonrío triunfante.
No estoy contenta con el show que se ha mandado hace un rato, ni cerca, así como tampoco pretendo festejárselo, pero tanto él como yo necesitamos empezar este día en paz, sobre todo él. Y si eso implica que yo tenga que controlar mis humos aunque sea por un par de horas, hasta estar de vuelta en casa, lo haré.
Deshago el abrazo, al igual que mi sonrisa de ganadora, y doy unos pasos hacia atrás, dándole un última mirada antes de tomar mis cosas para poder marcharme.
La corbata del uniforme la tiene perfectamente anudada, tal y como mi padre nos lo ha enseñado cuando éramos apenas unos niños de bachillerato, pero a diferencia de entonces, ahora la lleva suelta y desaliñada; los primeros botones de la camisa los tiene desabrochados, y salvo por ese pequeño sector de piel cargado de tinta negra que se le asoma por entre la tela blanca, me recuerda a Aiden. Él lleva el uniforme de la misma manera desde que tengo uso de razón, importándole poco el sinfín de regaños que se lleva del director Pimlott cada vez que se cruzan por los pasillos. Efectivamente Matt no dejará su mejor impresión el primero día de clases, pero poco me importa; cuanto más hagan renegar a ese tipo, por mí mejor.
Me cargo la mochila al hombro y con el mismo brazo me estiro para tomar la sudadera gris que dejé tirada en una de las sillas. Matt me da una corta mirada antes de darse media vuelta e inspeccionar las frutas que hay en el recipiente de vidrio, el único objeto que decora la isla de mármol negra.
-¿Ha llegado Astrid? - me pregunta, dándome la espalda.
Aprovecho su distracción y comienzo a retroceder unos pasos, silenciosamente, y sin intenciones de llamar demasiado su atención. Solo tengo que llegar hasta la puerta.
Bry mira por encima de su hombro y puedo ver una pequeña sonrisa asomándose por la comisura de sus labios. Ella y su maldito oído con superpoderes de audición.
Pasé tantos meses con el corazón roto y sin la presencia de una figura materna, que, más de una vez, eso me ha llevado a encontrarme envuelta en conversaciones donde, decenas de veces, las lágrimas formaron parte de la escena y el tema principal era Aiden.
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Hasta el alma
Teen FictionDespués de tres años de su mudanza a la ciudad de Wimbledon, Inglaterra, Scarlett ya no está dispuesta a seguir soportando el molesto e inaguantable comportamiento que Aiden ha tenido con ella desde que puso un pie en MacQuoid. Y Aiden, por su parte...