Julio
Ima
Cada lágrima que derramo por él, quema mis mejillas como si fuera ácido clorhídrico. Me las enjuago con ira. Hago varias respiraciones profundas y, aunque me lleva unos cuantos minutos, es suficiente para serenarme.
Me incorporo y quedo sentada en la cama con los pies en el suelo. Apoyo los codos sobre mis muslos y me cubro el rostro con mis manos. Bueno, dejé de llorar, pero ¿y ahora qué? ¿Cuál es el siguiente paso que debo dar? Analizo mis opciones y, si bien lo que verdaderamente deseo es cavar un foso bien profundo y esconderme ahí dentro hasta el fin de mis días, sé que hay una única cosa correcta por hacer: enfrentarme a Rafael y prender fuego el caballo de Troya que minó, desde dentro de mi fortaleza, mi dignidad. Y debo conseguirlo antes de que ese maldito mentiroso acabe del todo con mi reino. No poseo tiempo suficiente para prepararme psicológicamente antes de ir a la guerra, mi cruel adversario arribará pronto junto con mis amigos.
Descubro mi rostro, coloco las palmas a los lados de mi cadera en el colchón, y me valgo del impulso que ejercen mis manos en la blanda superficie para levantarme. Arrastro los pies teatralmente por el suelo mientras me dirijo hacia el cuarto de baño. Allí, lavo mi cara con agua fresca para espabilarme y, luego, cepillo mi mata de cabello enmarañado, todo observando con enojo mi reflejo en el espejo. Niego con la cabeza, estoy tan decepcionada de mí misma. Verme así es vergonzoso, yo soy vergonzosa. Un punto aparte es mi aspecto, deja mucho que desear: mis ojos están hinchados ―tan inflamados que incluso me cuesta abrirlos―, mi rostro está más colorado que un tomate maduro, y mejor no mencionar las pintas que llevo ataviada con la bata de seda roja; me asemejo a un intento de geisha que ha sido arrollada por un tren. En fin, tras el escudriño de mi apariencia, el veredicto es el siguiente: estoy hecha un verdadero esperpento. Pero a pesar de mi horroroso talante, ni se me cruza por la cabeza cambiarme o, tan siquiera, arreglarme un ápice para conseguir mejorar, en algo, la grotesca imagen que proyecto. ¿Qué más da?
Salgo de la habitación y hago todo el trayecto hacia la cocina en penumbras. Las sombras que se dibujan a mi alrededor reflejan a la perfección lo sombrío de mi humor. La poca claridad que me permite distinguir el camino, y no tropezar con los muebles ni los peldaños de las escaleras, proviene de la luz de luna llena que filtra por los amplios ventanales que abundan en todas las áreas de la casa. Únicamente me valgo de la iluminación artificial cuando atravieso el umbral de la cocina.
Me propongo hacerme un té para matar el tiempo, mientras aguardo a que arribe el embustero que ha conseguido engañar a mi corazón y a mi mente sin esfuerzo. Cojo el hervidor eléctrico de la encimera, lo lleno con agua del grifo, regreso sobre mis pasos y presiono el botón de encendido. Mientras espero a que el agua adquiera la temperatura adecuada, me dirijo a la alacena para tomar una taza, una cuchara, el té y el endulzante. Cojo la leche de la nevera, y dispongo todo sobre la encimera alrededor de la taza. Una vez que el hervidor anuncia que el agua está caliente, vierto el líquido en el recipiente blanco de porcelana y coloco dentro la bolsita de té. Me desagrada el sabor del té negro cuando la infusión se vuelve fuerte, razón por la cual, ni bien el líquido adquiere algo de color, quito la bolsita, añado un poco de leche y, finalmente, agrego el azúcar y revuelvo unas cuantas veces el líquido con la cuchara. Por no haber calentado la leche; no debo esperar para beberla. Lo hago de pie porque me encuentro demasiado inquieta para sentarme.
Paladear la infusión no me dura nada de nada. Tan solo unas milésimas de segundo después de dar el primer y único sorbo al té con leche, un ruido ensordecedor de cristales rompiéndose en miles de fragmentos, seguido del molesto y estridente sonido de la alarma de la casa, me espantan; provocando que la taza se deslice de mis dedos y se haga añicos contra el suelo. La tibia infusión se desperdiga por doquier y ensucia todo el radio en torno a mis pies descalzos. Una esquirla de vajilla se me clava en la planta, en el momento en que doy un paso hacia delante. Maldigo en voz alta. Me la quito sin cuidado y, sin tomarme el debido tiempo para inspeccionar el daño, la devuelvo al suelo. Luego, sin pensármelo bien, me dirijo con paso acelerado al epicentro del estruendo.
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Escondida © [Completa +18]
RomanceSu llegada a la gran ciudad pondrá en marcha el plan que amenaza con destruir su vida. EN EDICIÓN. Si desean acceder a la nueva versión mejorada reinicien la aplicación o actualicen la historia en su biblioteca. Obra registrada en Safe Creative:...