El pescador y La sirena

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Como cada mañana, Edmund salía a pescar; en muchas oportunidades, el clima era favorecedor y el mar no estaba tan furioso, lo que conllevaba a tener un buen botín de peces. Con ellos, una parte era destinada para su subsistencia y, otra parte, para venderlos en el mercado del pueblo.

Sin embargo, aquella mañana se mostró ante él con un tono gris en el cielo, una densa neblina y pocas olas que iban y venían. Aquello, era fruto de la temporada; una temporada de lluvias e invierno que hacía presencia en esa época del año. Edmund despertó tan meditabundo que tardó un poco en darse cuenta de que comenzaba el invierno en aquella zona.

Sea como sea, le restó poca importancia al clima y se aventuró en su barco pesquero, no podía quedarse sin hacer nada, pues una gran parte del día la dedicaba a los peces. Era un pescador y, como tal, su vida se centraba en ello. Así era feliz, y se sentía cómodo con el estilo de vida que llevaba.

Con el paso de los minutos, la neblina se fue disipando, el cielo pasó de gris a azul, pero no había ningún rastro de sol ni tampoco de lluvia. Solo era cuestión de esperar y, durante el tiempo que esperó, tampoco había peces, ya llevaba un buen tiempo y no había pescado ni uno. Se sintió frustrado. Esperó unos minutos más, una buena pesca requería de tiempo y, aunque siempre fue paciente, esta vez se estaba aburriendo de no pescar nada. Hasta que algo increíble apareció ante sus ojos:

Una sirena.

O, al menos, eso parecía. De la cintura hacia arriba era una mujer de cabello azabache y piel blanca como la leche, pero en la parte de la espalda tenía una herida horrible; de la cintura hacia abajo, tenía una larga cola de pez, de un color azul verdoso; si bien no había ni un rastro de sol, no sabía si era efecto del agua que hacia que esas escamas brillaran ante él y no había duda que se trataba de una sirena.

Se lanzó al agua y dio unas cuantas brazadas, hasta que llegó hasta aquella extraña criatura, con fuerza la tomó por la cintura y nadó con ella de regreso a su barco. Allí, sacó un botiquín y se dispuso a curar la escabrosa herida que tenía entre la cintura y la espalda: era una herida como de una cortadura. Y, al parecer, perdió mucha sangre hasta el punto de desmayarse.

Con sumo cuidado, Edmund trató aquella herida y le puso un trozo de tela para que la misma cicatrizara; no era enfermero ni sabía de medicina, pero se las había apañado para hacer un buen trabajo sobre aquella herida.

Al cabo de unos minutos, aquella criatura abrió los ojos y dio un respingo al verse en aquel barco pesquero.

—¿Dónde estoy? ¿Quién es usted? —preguntó asustada.

—Mi nombre es Edmund y la encontré flotando boca abajo con una herida en su espalda —contestó y mantuvo su mirada fija, en caso de que llegara a hacer algo para defenderse.

—Ahora lo recuerdo —habló la sirena—. Estaba jugando con mis hermanas y me he lastimado con un objeto que estaba en el fondo del mar... mi nombre es Ariel.

—¿Cómo se siente? —preguntó Edmund.

—Me duele un poco la espalda, pero pronto estaré mejor —contestó Ariel—, de eso estoy segura, pero debo pagarle por su amabilidad.

—¿Pagarme? —cuestionó el pescador—. No he pensado en ello y no espero nada a cambio.

Pudo darse cuenta de lo preciosa que era, al menos, esa parte humana: tenía un rostro redondo, labios y nariz pequeña, y unos ojos grandes de color azul. También se dio cuenta de que su escamosa cola era hermosa.

—Debo pagarle de alguna forma, en mi hogar tengo perlas y piezas de oro —sugirió la sirena.

Aunque era una idea absurda, se sentía sumamente atraído por aquella criatura, ¿acaso era su magia que estaba trabajando? Después de todo, en el pasado escuchó rumores sobre sirenas que atraían con su cántico a navegantes, haciendo que se pierdan en el fondo del mar; pero esta sirena que se encontraba frente a ella era diferente, lucía tranquila y amable.

Catarsis © [antología de relatos] ✅Donde viven las historias. Descúbrelo ahora