XXX. ¡Perdóname todo!

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Mustang había tenido razón, al siguiente día de los Amestrian, todos los titulares de la prensa nacional e internacional les pertenecieron; aunque, el motivo no fueron los premios ni el majestuoso vestido de Edith.

Harto de todo ese tema, Kimblee aventó el periódico principal de Central, y en completo silencio, avanzó con los últimos tragos que quedaban en la botella. Sus pasos le llevaron a una puerta que pareció atraerle como imán. No había entrado desde hacía un buen tiempo a esa habitación, por eso lo pensó varias veces antes de girar la perilla. Sabía perfectamente lo que iba a encontrar.

Un lugar vacío y desolado. Con las paredes grises y desnudas, muy diferentes a como su amante solía decorarlas. Recordó a Envy arrojando y rompiendo cosas, mientras gritaba blasfemias y maldecía al mundo entero, cuando los efectos de los fármacos que le ayudaban a soportar el dolor habían dejado de hacer efecto. 

Envy lucía más delgado y ojeroso, con la piel reseca y sin una sola hebra de aquel largo cabello que solía teñir de verde. Kimblee permanecía callado como en otras ocasiones, esperando que aquel momento de ira pasase. Envy estaba débil y él sabía que pronto la energía iba a agotársele. Llevarle la contraria o intentar detenerlo, muchas veces había comprobado que no resultaba.

Cuando al fin Envy cayó al piso llorando y gritando como un demente, se acercó hasta él y lo abrazó.

—Ella cada día es más hermosa, —dijo entre sus brazos—. Ella... es todo lo contrario que yo.

Kimblee miró las imágenes recién colocadas en la pared. Y como todas las imágenes que usaba para tapizar las paredes, éstas eran de Edith Elric, la pequeña rubia que siempre había admirado Envy y que en poco tiempo se había vuelto toda una celebridad.

Como buen fanboy, Envy estaba al pendiente de todas sus publicaciones, siempre que salían imágenes nuevas de ella, las imprimía en papel de la mejor calidad para seguir decorando su habitación. Y aunque a Kimblee, le lacerase ese proceder, le apoyaba en todo a manera de consuelo. Pues lamentablemente, sabía que su joven amante tenía los días contados.

—¿Por qué...? —Le preguntó en esa ocasión a Envy. No entendía su obsesión por Edith Elric y esperaba que no se llevase ese secreto a la tumba—. ¿Por qué te haces esto? ¿Por qué insistes tanto en compararte con ella?

—Porque... con esa singular belleza... —la voz de Envy se escuchaba débil y opaca, pero Kimblee pudo entenderle con claridad— ... logró atrapar al mejor partido de Central.

Y no es que Kimblee, nunca se hubiese dado cuenta, tal vez tan sólo trataba de engañarse así mismo. Muchas fueron las veces en las que notó de los coqueteos de su pareja hacia Mustang y de lo mal que se ponía cuando el empresario no le hacía ni el más mínimo caso.

—Pero Mustang es homofóbico. Y aunque quisiera, no podría competir contra esa mujer —soltó de repente Envy.

—¡¿Qué?!

—¿No has notado cómo Mustang evita a los tipos que son como nosotros? Nunca fue algo personal, —apenas alcanzó decir, antes de quedarse dormido.

Saber que la persona a la que amaba tanto, jamás le miraría como miraba a Roy Mustang, fue muy duro. Por eso le costó tener que intentar negociar por la piedra precisamente con él. Por eso, después de que Mustang rechazara su oferta, Solf J. Kimblee no volvió a insistir; tenía el orgullo demasiado herido. Por eso, siguió buscando enardecidamente una piedra roja en otros lados. Mas no la consiguió. Era como estar buscando una aguja en un pajar.

—Tal vez los principios del señor Mustang sean inquebrantables, pero su esposa es una persona compasiva y bondadosa, y estoy seguro que si le explico lo que está pasando con el joven Envy, ella podría prestarme la piedra que posee. —Le había sugerido en más de una ocasión Ashleigh.

Mi verdadero nombre es Edward IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora