Capítulo 26

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Ambos disparos resonaron en el ambiente tapando, por un instante, los demás sonidos que llegaban desde el exterior. Lucas permaneció inmóvil observando el cuerpo sin vida de Mauro Padilla. La sangre comenzaba a acumularse debajo de su cuerpo y sus ojos habían perdido ese brillo malicioso que provocaba escalofríos. Por primera vez en horas, sintió que podía respirar con normalidad. El peligro había pasado. Estaba muerto. Ya no volvería a tocar a Lucila.

Su voz lo alcanzó de pronto sacándolo bruscamente de sus pensamientos. Con el arma aún en la mano, corrió hacia ella, que repetía su nombre entre sollozos angustiosos. Debía estar aterrada. Lo último que había visto fue a Mauro atacándolo, por lo que no sabía quién le había disparado a quién. Necesitaba abrazarla fuerte y asegurarle que estaba bien, que todo había pasado, que por fin estaba a salvo. Pero justo en el momento en que salía de la habitación, seguido de cerca por su compañero, dos oficiales entraron en la cabaña.

—¡Alto, policía! —gritaron a la vez mientras les apuntaban.

Ambos alzaron las manos en el acto.

—Somos policías también —se apresuró a decir y, con cuidado, sacó su placa para mostrárselas.

Pablo lo imitó.

—Bajen las armas, muchachos —ordenó una voz desde la entrada—. Son los inspectores de Misiones. Díaz y Ferreyra, ¿verdad?

Todos se tranquilizaron y obedecieron al comisario.

—Así es —respondió Lucas a la vez que guardó su pistola.

Olvidándose en el acto de las demás personas, escaneó el lugar hasta dar por fin con Lucila, quien, desde un extremo de la cocina, los miraba asustada. Avanzó hacia ella y la abrazó de inmediato. Inspiró profundo nada más sentir su cuerpo contra el suyo. Odiaba sentirla tan vulnerable y eso no hacía más que aumentar su ya desatado instinto protector. Definitivamente, no se arrepentía de haber presionado el gatillo, incluso sabiendo que eso iba a meterlos en problemas.

—Tranquila, bonita, estoy acá, ya pasó todo —susurró solo para ella mientras la estrechaba con más fuerza permitiéndole desahogarse. Necesitaba sentirla cerca, segura, a salvo.

Por el rabillo del ojo vio cómo Pablo regresaba a la habitación, seguido por el comisario. Ahora que todo había pasado, los dos tendrían que dar su versión de los hechos. Que fuesen policías no los eximía de la justicia, no les daba libertad para disparar contra quien ellos quisieran, a menos claro, que la otra persona estuviese armada y amenazara sus vidas. Claramente, este no había sido el caso. Cuando lo mataron, Mauro ya no representaba ningún peligro para ellos.

—Cuando escuché los disparos, creí que... —murmuró Lucila de pronto.

No pudo evitar sentirse conmovido. A pesar de todo lo que había padecido en las últimas horas, de haber estado a merced de un loco desquiciado, se preocupaba por él. Besó su coronilla a la vez que le acarició la espalda intentando confortarla. Luego, se apartó para poder mirarla a los ojos.

—Si algo te hubiese pasado... —prosiguió ella entre sollozos, pero él no la dejó terminar.

—Estoy bien. Los dos lo estamos —aseguró mientras acunaba su rostro entre sus manos eliminando, con sus pulgares, las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas—. Ya estás a salvo, mi amor.

Se estremeció ante la ternura que alcanzó a oír en sus palabras. Siempre había sido cariñoso con ella —que la llamase bonita con frecuencia no era más que una muestra de eso—, pero la forma en la que acababa de hablarle simplemente le había tocado el alma.

—Te amo. ¿Lo sabías no? —susurró, apenas audible, antes de apoyar una mano en su pecho.

Él sonrió.

Apuesta de amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora