Intrusión

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Marla esperó durante tres semanas a que su teléfono sonara o a que Crystal llamase a su puerta. Ninguna de las dos cosas ocurrió. Tampoco contactó con ella Josh, el guitarrista y tatuador con el que elegía las fotos para vender. No les había hecho nuevas en los conciertos de esas semanas, puesto que no había asistido, pero supuso que estaban usando las antiguas porque los lunes recibía un sobre con su parte correspondiente de las ventas. No contestó ni protestó: el dinero le venía bien y esas fotos les pertenecían, así que estaban en su derecho de venderlas. Eso fue todo lo que supo de ellos.

-¿Y si la llamas tú?

-No, debe hacerlo ella, es la que se ha portado mal. 

-Sí, sería lo correcto. Pero los adictos no suelen ser muy razonables, Marla... Y no significa que no te quiera, sino que su enfermedad le impide hacerse cargo de la situación.

Por primera vez, Marla había aceptado tomar la palabra en uno de sus grupos de apoyo. En concreto en uno para superar el duelo. Resumió su situación sin aclarar la relación que tenía con la chica (no quería darle a ese grupo de desconocidos datos tan íntimos como sus preferencias sexuales) porque necesitaba hablar con alguien, ver si alguien la iluminaba.

-Si está tan metida como para no poder ni llamarme, entonces tampoco quiero una relación así -sentenció Marla.

Se levantó y se marchó. Había descubierto que las reuniones eran mucho más duras cuando le tocaban a ella. Y que no la iluminaban en absoluto, solo la desesperanzaban más. Caminó sin rumbo perdida en las obsesiones que copaban sus pensamientos. Ni siquiera sabía dónde vivía Crystal ni nada sobre su familia ni... Ni básicamente nada, no sabía nada de ella.

-Se avergonzaba de mí, fui solo un pasatiempo y por eso no me quiso contar nada -barruntó.

Sin embargo, ella lo había sentido como verdadero amor, por ambas partes. Al menos quería recordarlo así. No se había quitado la pulsera que le regaló, sus dedos se resistían.

Cuando volvió a su edificio y subió a su planta le extrañó ver a varios de sus vecinos congregados en el pasillo, todos gritando y protestando. No era fácil entenderlos, dado que la mitad eran muy ancianos y la otra, gente del hampa a la que le faltaban dientes. 

-Oh, no -masculló cuando vio abierta la puerta de su apartamento. 

Estaba casi segura de haberla cerrado con llave, pero esas puertas tan endebles se abrían fácilmente de una patada. Y Tyler había dado esa patada.

-¿¡Qué coño haces en mi casa!? -le espetó Marla.

-¿Llamas a esto casa? -se burló Tyler.

Había acudido a buscarla y como no estaba, él juzgó que no quería abrirle y abrió por sus propios métodos. Se había entretenido destrozando los escasos muebles con los que contaba la habitación y en esos momentos jugaba a apagar y encender un mechero que había sustraído de su cómoda.

-¿¡Qué haces aquí!? ¡Qué quieres! -gritó exasperada.

-¡Que una perra loca como tú me rechace no es aceptable! -chilló Tyler con tal volumen que probablemente lo escucharon en la India- ¡Discúlpate!

-Tyler, necesitas ayuda -susurró Marla asustada.

-Respuesta incorrecta.

Con una sonrisa maniaca, Tyler acercó el mechero a las ajadas cortinas y estas empezaron a arder de inmediato. 

-¡Pero qué haces, maldito loco! -gritó Marla horrorizada.

-¡Policía! -se escuchó en ese momento en el pasillo.

Mil noches con MarlaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora