La primera vez que conocí el terror que era convivir con un ataque de pánico estaba en medio de una exposición. Faltaba un cuarto para las diez cuando una oleada de emociones me golpearon el pecho. Me llevé una mano a la garganta y apoyé la espalda en la pared. No podía seguir mataniendome en pie, ni siquiera sabía si era capaz de seguir llenando mis pulmones. El espacio era muy pequeño, las paredes grises se contraían. Mientras Mercedes seguía hablando y pasando de diapositiva, yo sentía que iba a desfallecer ahí mismo, frente a los treinta y dos pares de ojos que no dudarían en comerme vivo.
— ¿Estás bien? — Me preguntó entre susurros Ivana, otra de mis compañeras de grupo.
No recuerdo si negué o asentí, no recuerdo si al menos le dije algo medianamente inteligible. Sólo sé que logré salir antes de colapsar por completo ante un salón repleto de los mismos seres incoloros que en el bachillerato.
Se sintió como una gran hazaña.
Luego de calmarme, traté de razonarlo todo. Podría haber sido el momento, el estrés por la nota, o toda la situación en general. Quizá no supe manejar la presión y todas esas cosas que les escuchas decir a los estudiantes avanzados. Estábamos a mediados de segundo semestre, pasamos de largo todo el fin de semana preparando la entrega final en la casa de Mercedes. No había comido bien, no había dormido lo suficiente. Llegué a la conclusión de que yo mismo me lo había buscado, así que no volví a pensar más en el tema.
No hasta que pasó otra vez.
Y otra y otra.
Hubo un momento en el que sentí que cada ataque era peor que el anterior, que en serio me arrancarían la vida y sólo dejarían un cascaron vacío en el lugar donde antes había estado mi existencia ¿Acaso sería diferente si hubiera tenido algún tipo de educación con respecto a la muerte? ¿Seguiría sintiendo tanto miendo ante su inminencia de haber sido así? No sabía si quería entenderlo o no, no sabía nada. Estaba demasiado absorto en mi propio sufrimiento como para razonarlo. Tanto, que una noche la desesperación fue tal que me arrastré hasta el baño y me metí en la ducha, totalmente desesperado por sentir algo aparte del terror.
No me importó tener aún la ropa puesta.
— No quiero morir, no quiero morir. — Le repetía al aire, pero todo seguía igual. El agua no dejaba de recorrer mis miedos, pero no limpiaba nada. No podía borrar nada. — Por favor, no quiero morir. — Desvarié. La bruma estaba inundandome la razón y yo sólo quería parar de sentir.
Me levanté cuando por fin recordé cómo se hacía, pero entonces lo volví a ver. Más allá de la bruma, el extraño del espejo sólo se reía. Se reía y me gritaba que quizá mi deseo de dejar de existir sólo era momentaneo y vanal, porque cuando veía las cosas en serio, cuando realmente sentía que la muerte me rozaba la consciencia, lo único que yo no podía hacer era parar de respirar.
— No quieres morir, pero tampoco quieres vivir ¿Qué vas a hacer entonces?
¿Qué vas a hacer?
Doña Claudia, la anciana que vivía en el apartamento de al lado, me dijo que su nieto también sufría de lo mismo. A mí el chico me daba bastante igual. Incluso creo que hasta me caía algo mal. Hubo una vez en la que me di cuenta que gracias a él había quienes se referían a Emma de forma despectiva dentro del conjunto. Yo quería ir y al menos arrastrarlo contra la pared, pero Emma dijo que mejor dejaramos las cosas así, que la gente podía pensar lo que quisiera, al fin y al cabo ella no se iba a martirizar por una cosa que se le escapaba de las manos.
Sin embargo, al escuchar a su abuela y sentir de lejos lo mal que estaba, no pude siquiera seguir albergando ira en su contra.
— ¿Y cómo le hace? — Le pregunté a doña Claudia, sintiendome un poco apenado por mis ideas vandalicas en contra de su nieto. — ¿Cómo hace para no volverse loco?
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Cuando El Sol No Brilla (Gay 🏳️🌈)
Dla nastolatkówCarter escapó una tarde de diciembre, cuando el sol se ocultaba por el horizonte y su mente se perdía entre la niebla. No tenía planes, ni un rumbo fijo. Se marchó cargando consigo un corazón herido y no más de trescientos mil pesos en efectivo. Las...