Algunas noches, mientras las luciérnagas pululaban fuera de la ventana y mi familia dormía en el piso de abajo, tenía el leve presentimiento de que la luna me perseguía. Si bien sabía lo que era, o el por qué esa sensación era tan fuerte y frecuente incluso en personas más lúcidas que yo, simplemente no podía sacarmelo de la cabeza. Era como si el pensamiento me carcomiera por dentro, tan lenta y pausadamente que podía sentir cada paso. Era así desde los cinco años.
Dos días antes de que cumpliera once años, cogí el vicio de sostenerle la mirada. Cuando las luces se apagaban y el barrio quedaba iluminado por las únicas tres lámparas que funcionaban, me escabullía hasta la ventana de mi habitación y dedicaba no sé cuánto tiempo a ver cómo se desvanecía y reaparecía una y otra vez tras de lo que parecía el mismo manto de nubes negras.
— ¿Alguna vez pensaste que la luna era de queso? — Le pregunté a Carter un día. Él dejó de escribir y levantó la mirada.
— ¿A qué viene eso?
— No sé, la idea se me vino a la cabeza y no pude sólo dejarla allí. — Podía escuchar el sonido del televisor viajando desde el piso de abajo. — Vamos, responde. No me hagas sentir más tonto, que bastante tengo ya con estas fórmulas. Siento que el cerebro no me da más.
— Nunca me he fijado mucho en la luna. — Respondió, pasando la página de su cuaderno. — Pero sí en la uniceja de la profesora de biología, ¿Ya viste que ayer se la depiló?
— Eres un asesino de inspiración, Carter.
Ambos estábamos en mi cuarto, era sábado en la tarde y yo no podía concentrarme en los ejercicios de matemática. El calor me estaba sofocando, tanto así que por un segundo consideré la posibilidad de subir al techo, quitarme la camisa y quedarme allí hasta que el cielo se tornara rojo. Pero no podía hacerlo. Se suponía que Carter estaba allí para tratar de explicarme el tema que saldría en el examen de algebra de segundo periodo, porque si llegaba a perder de nuevo, si siquiera me atrevía a llegar a casa con otro dos punto cinco de papel, mi mamá seguramente explotaría.
— Alexander, realmente ya no sé qué hacer contigo. No sé qué hacer para que entiendas. — Solía decir, no con la misma ira de la abuela, pero en parte sí como ella. Antes de que el Armagedón comenzara, siempre decía las mismas palabras. — ¿Cómo hago para que te metas en la cabeza que lo único que te va a servir en la vida es el estudio?
Yo no era un buen estudiante, un buen hijo o un buen ser humano en general. Algo fallaba en mi cabeza. Lo sentí desde la primera paliza de la abuela, cuando supe que quizá el sistema por el cual todos parecían regirse no estaba hecho para mí. A veces lo único que me hacía comprender el funcionamiento de las cosas eran las emociones fuertes, si mi mente se estancaba en un concepto y no encontraba el por qué de este, simplemente no funcionaba. No importara cuánto me obligaran, o que me trataban como un caballo y me pusieran un anteojeras tan pesado que me hiciera desvariar, mi atención siempre encontraba la forma de escapar.
— Lo siento mamá. — Le dije esa vez. Ella volteó a verme. — Perdón, de verdad. — Antes de ver la decepción impresa en sus ojos, yo miré hacia otro lado.
No importaba que fuera más pequeña que la luna, o menos intimidante que la abuela, yo simplemente no pude hacer lo mismo. No pude sostenerle la mirada.
— ¿Y ahora por qué dices eso?
— Lo siento por no ser lo que esperabas.
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Cuando El Sol No Brilla (Gay 🏳️🌈)
Novela JuvenilCarter escapó una tarde de diciembre, cuando el sol se ocultaba por el horizonte y su mente se perdía entre la niebla. No tenía planes, ni un rumbo fijo. Se marchó cargando consigo un corazón herido y no más de trescientos mil pesos en efectivo. Las...