Odiaba la escuela. No era un odio especifico, no tenía un porqué. Simplemente la odiaba. No soportaba la idea de ir a ella cada mañana, cada tortuoso día de la semana. No soportaba que de seis y cuarto a seis y cuarenta comenzara el gran desfile de uniformes iguales, que inundáramos las calles del barrio o a todos marchando con un mismo destino y sin verdaderas ganas de hacerlo. Sin embargo, creo que lo que menos soportaba era que fuera ese intervalo de tiempo y no otro. Es decir ¿Por qué debíamos empezar cuando el sol ni siquiera brillaba?
No tenía sentido.
Ana María, la niña que vivía en la casa de enfrente, decía que no le extrañaría despertar un día y darse cuenta que ella había estado inmersa en un gran circulo vicioso todo este tiempo.
— Pues yo creo que todos somos robots. — Le dije un miércoles en la mañana. Un miércoles que parecía ser viernes y que yo prefería tratar como un lunes para no ilusionarme con el fin de semana.
Ana María haló los tirantes de su mochila amarilla y bajó la mirada. Estaba pensando.
— ¿Crees que todos nacemos como robots o nos hacen así? ¿Crees que nos daríamos cuenta del momento exacto cuando eso sucede?
— No lo sé. Pero tal vez sea como cuando uno se queda dormido. — Ella frunció el ceño y yo chapotee en uno de los charcos que había en la calle. El agua sucia salpicó sus medias blancas — Tú no te das cuenta que te quedaste dormida, sólo pasa y ya está. Creo que es algo así.
— ¿O sea que yo voy a dejar de ser yo y no lo sabré?
— Probablemente.
— No me gusta pensar en eso.
— Pues no lo hagas.
Me gustaba estar con Ana María. Los pequeños ratos que pasaba con ella eran el descanso de mi vida cotidiana. Podíamos hablar de cualquier cosa, de todo y nada a la vez. No importaba si parecía demasiado tonto o poco relevante, los dos nos escuchábamos con total atención. Sin embargo, no éramos amigos, al menos yo no creía que ella me considerara el suyo. Sólo hablábamos porque no había con quien más interactuar en ese pequeño trayecto, o en la cuadra en general. Porque, en cuanto llegábamos al salón, Ana María empezaba a comportarse diferente. Hablaba y se reía con otras personas sin siquiera notar que yo estaba ahí. Entonces las cosas se pintaban como realmente eran.
Y la realidad era que yo no era relevante para nadie.
A Jonatan, el esposo de mi madre, no le agradaba su familia. Decía que Ana María era una niña problemática, que sus padres no le ponían límites y le dejaban hacer lo que se le daba la gana. Se la pasa jugando en la calle, así que no puede tener buenas calificaciones en el colegio, agregaba mamá. Ana María es una niña problema sin remedio, que mantiene en la calle y no tiene buenas calificaciones, concluían los dos, convencidos y satisfechos de su juicio. Yo sólo los miraba de reojo, sin tener el valor suficiente para defenderla.
Cuando tenía doce años, Jonatan le propuso a mi madre contratar un profesor privado. Uno con mano de hierro y que, de paso, me enseñara matemática básica. Yo odiaba las matemáticas aún más que la escuela. Era tan horriblemente malo en ellas que hasta el espeso de mi madre no había notado. Él acababa de ser ascendido a coordinador de disciplina en el colegio al que yo asistía, así que por un buen tiempo imaginé que para él era una decepción descubrir que su hijastro era un estúpido sin remedio.
Así pues, los domingos, a eso del medio día, el profesor particular de matemáticas tocaba a la puerta. Era tortuosamente demasiado puntual. Hubo ,un tiempo en que llegué a pensar que ese tipo ni siquiera almorzaba por llegar a tiempo a la casa de un chico sin remedio. Su nombre era Harrison e iba en último semestre de ingeniería de sistemas, no recuerdo de qué universidad, pero debió ser respetable, porque Jonatan y mi madre no paraban de alagarlo.
ESTÁS LEYENDO
Cuando El Sol No Brilla (Gay 🏳️🌈)
Roman pour AdolescentsCarter escapó una tarde de diciembre, cuando el sol se ocultaba por el horizonte y su mente se perdía entre la niebla. No tenía planes, ni un rumbo fijo. Se marchó cargando consigo un corazón herido y no más de trescientos mil pesos en efectivo. Las...