Popocatépelt era un guerrero tlaxcalteca que se había enamorado de la hermosa joven Iztaccíhuatl, la princesa de aquel lugar, pero no contaron que uno de los pretendientes de la hermosa princesa: Xinantécatl la engaño cuando el joven guerrero fue a...
El japonés sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo, como si un balde de agua helada le hubiera empapado de golpe. Solo escuchar su nombre al otro lado de la línea le hizo estremecerse. Su corazón empezó a latir con fuerza, y un nudo se formó en su garganta. Intentó hablar, pero apenas pudo emitir una respuesta débil, casi inaudible.
—Sí, soy yo... —logró murmurar, con la voz temblorosa.
El silencio que siguió fue insoportable, cada segundo se alargaba, convirtiéndose en una eternidad tortuosa. El zumbido en sus oídos se intensificaba con cada momento de incertidumbre.
—Señor Hamada, su tía está en el Hospital de la Raza —anunció finalmente la mujer, con una voz profesional pero cargada de gravedad. —Ha sido ingresada por una apuñalada en el abdomen. Consideramos que debía estar informado.
Las palabras cayeron como una losa sobre sus hombros. El sonido de la música de fondo, que momentos antes llenaba el ambiente, se desvaneció, como si todo el mundo hubiera dejado de existir. El bullicio a su alrededor, antes tan ensordecedor, comenzó a apagarse en su mente. Su respiración se aceleró, su pecho subía y bajaba con fuerza, pero el aire parecía no llenar sus pulmones. Sus manos, antes relajadas, ahora temblaban incontrolablemente, y un frío insoportable comenzó a invadir su cuerpo. Sus ojos se llenaron de lágrimas, aunque él no las notaba, concentrado únicamente en el eco de esas terribles palabras.
—Gracias... —susurró, apenas consciente de lo que decía, y mucho menos del idioma en que lo hacía. Habló en japonés, como un reflejo automático, olvidando por completo que estaba en un país extranjero.
Colgó la llamada, pero su mano quedó suspendida en el aire, sin fuerzas para bajar el teléfono. Un mareo repentino lo sacudió, y dio un paso en falso hacia atrás, sintiendo cómo sus piernas flaqueaban bajo el peso de la noticia. Su cuerpo, que antes se movía con fluidez, ahora se sentía torpe, pesado, a punto de colapsar.
Justo cuando parecía que iba a caer, un par de brazos lo sostuvieron. Fue su amiga, o al menos eso creyó en su aturdimiento. Su tacto cálido contrastaba con el frío que le envolvía por dentro. Intentó hablar, pero su mente estaba nublada, y las palabras se le escapaban.
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
La mujer flotaba entre la vida y la muerte, como una hoja suspendida en el viento, sin saber hacia dónde caería. Los médicos, con sus batas blancas y rostros tensos, parecían figuras de otro mundo, seres que luchaban contra fuerzas invisibles. Lo que ellos llamaban "milagros médicos" era, en realidad, el susurro de antiguos espíritus que aún recorrían los pasillos del hospital, guiando manos temblorosas en medio de lo imposible. Personas que habían cruzado las puertas de la muerte regresaban, y aquellos que habían dormido en el olvido durante años despertaban, como si el tiempo no fuera más que una ilusión pasajera.
El japonés, sentado en la sala de espera, no sentía el paso del tiempo de forma habitual. Las horas no se deslizaban; se estiraban como una fina niebla que envolvía todo a su alrededor. El aire estaba cargado, denso, y cada respiración era un esfuerzo. Sentía que su pecho pesaba toneladas, como si el destino mismo lo presionara con manos invisibles. Los relojes del hospital, con su tictac incesante, parecían reírse de su desesperación. A pesar de ello, seguía esperando, como si supiera que, en ese lugar, la esperanza era tan tangible como la vida y la muerte.