Capítulo 14

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El joven mexicano, sumergido en la luz suave que se filtraba por las ventanas de su casa, navegaba distraídamente por internet. Cada clic sobre la pantalla era un eco lejano en su mente, donde los pensamientos se entrelazaban como ondas de un lago al atardecer. De repente, la voz de su padre lo trajo de vuelta, una voz que resonó como un trueno suave, anunciando que irían al centro a comprar lo necesario para la fiesta. Su madre y su prima, con ojos brillantes y risas que flotaban en el aire como pequeñas mariposas, estaban emocionadas por elegir adornos y ropa para la ocasión.

A él, en cambio, lo atraían los callejones donde las tiendas de instrumentos parecían guardar secretos. Pero más allá de lo material, lo que verdaderamente lo llamaba era el Palacio de Bellas Artes. Para él, ese edificio no era solo una estructura imponente; era un lugar donde el tiempo parecía detenerse, donde los susurros de antiguas melodías flotaban en el aire y acariciaban su mente, llenándola de inspiración para sus composiciones. Cada vez que paseaba por allí, sentía que las notas musicales bailaban a su alrededor, como si el viento las trajera desde un lugar más allá de lo visible.

Subieron a la camioneta y el trayecto hacia el Centro Histórico fue como una danza entre la realidad y el ensueño. Las voces de las mujeres parecían transformarse en cantos, riendo y compartiendo chismes que llenaban el espacio de colores invisibles. Él observaba por la ventana, donde las calles de la Ciudad de México se estiraban como serpientes de asfalto, y sentía que el paisaje vibraba, que algo latía bajo la superficie.

Al llegar al centro, mientras su madre y su prima desaparecían entre los pasillos de las tiendas de ropa, él decidió caminar hacia su rincón favorito, sintiendo cómo la energía de la ciudad lo envolvía. El bullicio, los gritos de los vendedores y los murmullos de la multitud se entremezclaban en una sinfonía caótica, pero familiar. Cada paso que daba lo llevaba más cerca del Palacio, cuando, de repente, una sensación extraña recorrió su cuerpo: vio una cabellera que brillaba como si estuviera tocada por la luz de un sol que solo él podía ver.

Se acercó, su corazón palpitando en un ritmo desconocido, y cuando la figura se giró, su intuición se confirmó. Allí estaba, aquella persona que había pensado perdida en los recovecos del destino.

—Si comen en cualquier puesto, se van a enfermar... les falta barrio —dijo con una sonrisa que contenía algo más que humor; era un destello de reconocimiento, de esas coincidencias que parecen escritas por una mano invisible.

—No pensé volver a verte —respondió el otro, sus ojos brillando como si contuvieran un cielo lleno de secretos.

—Parece que los dioses lo quisieron así —respondió el mexicano, acercándose, mientras una brisa suave les rodeaba, cargada con un murmullo de hojas que no estaban allí.

Se unió al grupo de orientales, saludándolos con un gesto casual, pero sus pensamientos danzaban entre lo mundano y lo mágico. Sentía que los caminos que cruzaban la ciudad eran más que simples calles; eran hilos de destino que los habían reunido.

—Una regla del mexicano para cuidar su estómago —continuó él, mientras los orientales lo escuchaban atentos, como si sus palabras tuvieran un peso más allá de lo que decían, —donde hay mucha gente es porque está bueno, y donde no lo hay, será por algo. Así que busquemos un puesto donde haiga gente.

—¿No se dice "haya"? —intervino uno de ellos, su rostro curioso, como si intentara desentrañar el misterio detrás de las palabras.

—Eso, hombre —respondió el mexicano, con una sonrisa que revelaba un leve rubor. Su madre siempre lo corregía, pero en ese momento, las palabras fluían desde un lugar más profundo, donde el idioma se mezclaba con la vida misma. Algo en el aire, en la luz dorada del atardecer, parecía envolverlos a todos en una burbuja de intimidad.

—Bueno, tienen la fortuna de que se encontraron con un mexicano —continuó. —Los llevaré a un lugar donde las salsas no pican...

—Eso suena a mentira —dijo uno de los orientales, cuyo tono intentaba ocultar la fascinación que sentía por el misterio de la ciudad.

—¡Yo jamás mentiría!

Mientras caminaban, el mexicano hablaba con entusiasmo sobre los lugares que no debían perderse. Pero sus palabras no eran solo información práctica; tenían un ritmo, una cadencia que hacía que cada frase fuera como una melodía que envolvía a sus compañeros. Les habló de platillos que despertaban los sentidos, de playas que parecían sacadas de un sueño, de rincones de la ciudad donde el tiempo se detenía y la vida cobraba una nueva forma.

Cuando llegaron a la taquería que había prometido, todo parecía alinearse de manera perfecta. Las luces de los faroles callejeros brillaban más cálidas, los olores de la comida flotaban en el aire como una promesa, y las voces del lugar se mezclaban en un murmullo acogedor.

—La salsa menos picosa es la roja —dijo, con un aire de conspiración.

Antes de despedirse, se volvió hacia el japonés, sintiendo que la conexión entre ambos era algo que iba más allá de la casualidad.

—Oye, hoy va a haber una fiesta en mi casa. Me preguntaba si querías ir...

—Oh... Sería interesante, pero no sé dónde vives.

—Te doy mi número, te mando mi ubicación y ya nos vidrios.

—Okey —dijo el japonés, sin entender la última parte, pero sintiendo que las palabras del mexicano tenían un peso que no necesitaba ser explicado. Sacó su celular y, con una sonrisa, anotó los números que el otro le dictaba.

—Perfecto, te enviaré un mensaje después. ¡Te la lavas! —se despidió el mexicano, mientras se alejaba con una sonrisa, dejando a los extranjeros rodeados de un halo de confusión y curiosidad. Las luces de la ciudad parecían brillar un poco más intensamente, como si compartieran con ellos un secreto antiguo y profundo.

























Gracias por leer el capítulo y por su paciencia

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Gracias por leer el capítulo y por su paciencia. 

Corregido: 3/oct/2024

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