Popocatépelt era un guerrero tlaxcalteca que se había enamorado de la hermosa joven Iztaccíhuatl, la princesa de aquel lugar, pero no contaron que uno de los pretendientes de la hermosa princesa: Xinantécatl la engaño cuando el joven guerrero fue a...
¿Alguna vez has atendido "la llamada"? Esa sensación, profunda y aterradora, de saber que algo oscuro se avecina, que una sombra densa empieza a extenderse y que lo inevitable está por ocurrir. El nipón, sentado en aquella sala de espera que parecía hecha de silencio y paredes frías, sintió cómo el tiempo se estiraba hasta volverse irreal. Los segundos ya no eran simples momentos; eran como esferas de cristal que flotaban en el aire, estallando lentamente en su mente. Las horas no avanzaban, sino que se doblaban sobre sí mismas, aplastándolo bajo su peso invisible.
Cada vez que parpadeaba, parecía que el mundo alrededor suyo cambiaba. Las luces del hospital titilaban con una intensidad que solo él percibía. El frío en el ambiente era casi tangible, como si una capa de hielo invisible envolviera su cuerpo. Al tragar, sentía como si un río de agua helada bajara por su garganta, recorriendo cada fibra de su ser con una lentitud insoportable, enfriando su alma. El sudor, en lugar de gotear, parecía evaporarse, dejando una sensación etérea, como si su cuerpo estuviera dividido entre este mundo y otro.
Finalmente, las puertas se abrieron con un crujido suave que resonó en su cabeza como un trueno distante. El cirujano de guardia apareció, caminando con una calma que le pareció irreal. En ese instante, el nipón sintió cómo el aire a su alrededor se volvía más denso, como si el espacio entre ellos se alargara infinitamente. Cada paso del médico parecía resonar en la sala vacía, como si sus pies no tocaran el suelo, sino el borde de una realidad distinta.
El miedo le oprimía el pecho, pues en el inconsciente colectivo, siempre se sabía que cuando el cirujano principal abandona el quirófano antes de lo esperado, es para pronunciar la sentencia más temida: "lamento su pérdida". El japonés sintió cómo el aire se volvía más pesado, cómo sus pulmones ya no podían absorberlo del todo. Un murmullo, como el eco de voces lejanas, empezó a sonar en su mente, ahogando el silencio de la sala.
El doctor se acercó, y sus ojos brillaban con una luz extraña, casi sobrenatural, como si una chispa de otro mundo iluminara su mirada. El tiempo pareció detenerse justo antes de que hablara, como si el universo entero estuviera conteniendo el aliento.
—Su tía está estable —dijo con voz suave, pero poderosa, como si las palabras vinieran de un lugar mucho más profundo que la simple ciencia—. Podríamos llamarlo... un milagro médico.
En ese momento, el nipón sintió cómo la realidad volvía a su sitio, como si la gravedad misma lo hubiera soltado de su apretón invisible. El frío en su cuerpo se disipó, y el aire regresó a sus pulmones con un suspiro entrecortado. Pero no fue solo alivio lo que sintió. Fue como si hubiera estado parado en el borde de un abismo insondable, y ahora, de repente, una fuerza invisible lo hubiera jalado de vuelta a la seguridad. "La vida", pensó, "había ganado esta vez."
Las luces del hospital, que antes parecían titilar con malicia, ahora brillaban cálidamente, como si el mismo espacio hubiera exhalado junto con él. Pero algo en su interior le decía que la batalla no había sido del todo humana. En algún rincón del mundo, fuerzas que no entendía se habían cruzado, y ese milagro médico era el eco de algo mucho más antiguo y profundo, algo que existía más allá de los muros del hospital y del tiempo mismo.
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