Capítulo 3 || Axel

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Las cosas estaban fuera de control. Ya a unos tres días de lo sucedido y las cosas se complican. Los imbéciles que andaban detrás de ella ahora acechan a su hermana. La siguen como abejas a un panal, estando demasiado cerca, pero no mueven un dedo para hacer algo que los pueda delatar.

Solo vigilan.

Y el padre, pues, en lo mismo. El cargamento de armas ilegales del cual él estaba encargado se había retrasado en uno de los lugares en el que iban a abordar. Lo vigilaba, eso sí, cada día, a cada momento. Tenía ojos en él para que nada se me salga de las manos. Bien dice el dicho que el alumno supera al maestro. Pues bien, soy mejor que Nataniel y no tiene idea de lo que soy capaz.

Aún puedo sentir el dolor de las heridas  —ahora cicatrizadas—, como un recordatorio del verdadero hombre que es. Una bestia vestida de oveja. Odio saber que mi Katherine lleve la sangre de ese imbécil en sus venas. Pero nada hay que hacer. Que él sea su padre no influye en ella. Todo lo que es él, por suerte, no la ha contaminado32k|1.

El tiempo en el que fui el cobarde, el inútil muchacho lacayo de él, tuve que aguantar tanto. Pero en silencio. En ese entonces cumplía los quince años. Con mi madre borracha en un burdel y con mi padre muerto, fui el único que podía buscar dinero para salir adelante. Difícil es buscar trabajo a esa edad en este país. Con todo eso del código de trabajo y demás. 

No era mi intención trabajar de ese modo, pero no me quedaba de otra si quería sobrevivir. Sin querer, Nataniel me había visto, con sus pesados y oscuros ojos, no reparó en llevarme con él a su andrajoso lugar de mala muerte, donde más hombres de aspecto robusto y fachas denigrantes estaban trabajando. No preguntó, y ni intentó saber algo de mí. Solo me empujó hacia unos quintales llenos de piñas. En ese entonces no sabía que dentro de estas la droga se escondía.

—Oye. Muchacho. Trae los quintales al camión. —Su voz gruesa me había ordenado con tal ímpetu que tuve que buscar la manera de llevar lo que me pidió.

¿Qué podía esperar? Era un chiquillo que apenas podía levantar una cesta de ropa. Débil como estaba, fui golpeado y demás, como cualquier muchachito, me cansé. Me fortalecía todas las mañanas hasta que estuve lo suficientemente fuerte como para poder levantar el maldito quintal a una altura suficiente para rodarlo al camión. Ni siquiera me había dado cuenta que trabajaba para el principal cartel distribuidor de drogas de la zona Este.

Y así fueron los meses. Y una vez, fue casi a fin de año —después de dejar a mi madre en nuestra casa—, que lo seguí. Porque quería aprender y saber lo que hacía. Y la vi. Vi por primera vez a la que sería la dueña de mis pensamientos y de mis sueños. La culpable de la necesidad de ser ¿mejor? En ese entonces así fue. Quería ser mejor para poder agradarle. Parecía un ángel con su vestido rosa mientras corría hacia su padre y lo abrazaba con fuerza. Ese gesto no hizo más que parecerme repulsivo. Porque aquel lobo estaba vestido de oveja y Caperucita, tan ingenua, no se daba cuenta de ello. Pero yo sí.

Y por eso mismo es que cada día iba a verla. Para vigilar que el bastardo no le ponga un dedo encima. Porque lo había visto, su comportamiento, su actitud. Pero al parecer, para sus hijas era todo lo contrario. Aunque no vivían en las condiciones que el dinero que ganaba Nataniel les permitía, lo hacían en una casa de clase media en la que parecía que no le faltaban nada.

Cada vez que iba a verla, ella estaba sentada en su jardín, viendo las estrellas o simplemente echada sobre su estómago mientras escribía en un pequeño cuaderno. Poco a poco me llené de su energía, de su fulgor. Y de necesidad. Necesidad por tenerla cerca, de hablarle...de ser algo más. Mucho más. Quería ser el responsable de sus sonrisas, de sus desvelos, quería ser el que le robara su primer beso. Y con el paso del tiempo, quería ser el que la haría ver estrellas con mis caricias en su cuerpo. Pero solo eran anhelos. Anhelos que tenía que guardarlos.

Relatos de un secuestro ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora