Tras los muros del tiempo

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    En los días donde no hay sol, el viento sopla despiadado. Y a media noche, como finos dedos blancuzcos e inertes, la niebla envuelve a esos pobres artistas que mendigan un trozo de pan... se lleva a aquella prostituta con dotes para la música, la niebla los vuelve invisibles, o mejor dicho, enceguecen a aquel que todo lo tiene y nada merece. Yo no era aquel pobre artista, ni mucho menos podía ponerme en la piel de aquellas mujeres, pero sentía que la niebla me había envuelto a mí también, desdichado desde el día en que mi padre volteo la mirada y emprendió su viaje nuevamente a casa, esta vez sin mí. 

   Llegué con nueve años al lugar que ahora ya consideraba mi hogar, donde podía ver por breves instantes los ojos de mi madre, la recordaba en sueños y sentía su abrazo por las noches. Creía que si estaba más cerca de Dios, estaría más cerca de ella y aquel pensamiento solía consolarme. Pero en las noches donde la presencia de Dios y la de mi madre parecían haber huido, mi mente divagaba por los pasillos del enorme lugar, creando formas y figuras inhumanas sobre las paredes, a Sor Angélica cerrando cada una de las puertas con llave, algo se avecinaba en mi mente y me ponía la piel de gallina. 

   Un golpe, dos golpes... tres... tapé mis oídos con la almohada y esperé a que pasara. Hoy era una de esas noches que tanto temía, tenía una lágrima a punto de caer y la leve sensación de que alguien me observaba, a mis espaldas, a punto de apoyar su mano fría sobre mi hombro. Voltear era impensable y cerrar los ojos aún peor, así que esperé... esperé hasta que mis párpados se cerraron del cansancio, inconscientemente ignorando aquello que no me atreví a mirar.

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