Capítulo 24

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    Pasé un año más en el orfanato del Río Tinto hasta que cumplí los dieciséis, y supe casi a finales de año que a Manuel lo había acogido una familia en las afueras de la ciudad, pero nada más que eso. Los días en aquel lugar pasaron con la ligereza de una brisa y no hice nuevos amigos. No podía. Me llevé a aquel lugar el recuerdo y un manojo de cartas que no tuve el valor de abrir sino hasta un año después de lo sucedido, sentado en mi nueva cama sin poder dormir, creyendo que si cerraba los ojos, ella estaría allí y yo no sería capaz de verla. Pero La Madre había desaparecido, como las cartas que había escrito dentro del Instituto, y las que Joaquín había encontrado en el armario de Benigno las robé, antes de que alguien más pudiera encontrarlas. No le mencioné a Manuel sobre aquellas cartas en los pocos días que siguieron, habría querido leerlas y supuse que no era el momento indicado para ninguno de los dos.

Creí que el momento había llegado, esa noche, cuando extendí a lo largo de mis sábanas las más de cincuenta cartas que no superaban media página. Y supe casi en la carta número veinte, que le escribía cartas a Dios. A excepción de una, una carta que iba dirigida exclusivamente a Alma Sardá, mi madre.

Querida Alma:

No he sabido nada de ti en años, años en los que creí que estabas bien, eras feliz, o al menos lo intentabas. Pero tu niño ha llegado a las puertas de Santa María del Mar, con sus nueve años apenas cumplidos. Mi corazón se ha roto al verlo entrar con la única compañía de una vieja maleta. No he visto a Hugo, no tuvo el coraje de verme a la cara y entregarme a tu único hijo.

Bruno a ingresado solo y preguntando por ti. Yo también me pregunto por ti. Tu niño me ha preguntado si su padre le trajo hasta aquí, porque estabas tú. Me faltó el valor para decirle que no te encontraría, y que su padre tampoco regresaría.

Han pasado diez días desde su llegada y aún sigue esperando, tiene dos buenos amigos, que esperan junto a él sin saber qué esperan exactamente, curiosamente uno de ellos es Manuel.

Él no me conoce, y no he podido ganarme su confianza, espero que si esta carta llega a tus manos, sepas que aquí dentro te espera tu hijo, y ya no corre peligro.

Pero mi querida Alma... no puedo mentirte y fingir que los rumores que rondan sobre el castillo no me inquietan. Con la influencia de Hugo en la ciudad, puede poner aquí dentro a quién quiera. Pero para tu consuelo, he decidido borrar todo rastro de tus niños en los registros. Tan solo ellos sabrán sus nombres, nadie de fuera lo hará hasta que ellos puedan partir. 

Enviaré esta carta al hombre del que me hablaste ya hace un tiempo, no sé a quién acudir, ni cómo ayudarte. Le prometí a Bruno que lo ayudaría a encontrarte y estaré aquí esperando, tu niño también.

Con afecto, María Angélica

Cerré la carta y la apreté junto a mi pecho, sabiendo cómo continuaba. Mi madre jamás apareció, salvo en sueños. Desapareció sin dejar rastros y la carta de Sor Angélica regresó de alguna forma al Instituto. No supe nunca sobre el hombre que se mencionaba en dicha carta, pero ante la ausencia de respuesta, intuía que tampoco había encontrado a mi madre. Viviría con la esperanza, de que algún día la encontraría caminando por las calles de alguna ciudad remota, que me reconocería a pesar de los años y que me abrazaría. La esperanza moriría junto conmigo.

     Cuando mi estadía en el orfanato llegó a su fin, regresé a la antigua casa de mis padres. Conseguí un trabajo que me recordaba cada día al niño de ojos color ceniza, y aunque me dijera a mí mismo que había comenzado a olvidarlo, sabía que eso no era cierto. Sentado en un banco de madera, registro el ingreso de cada persona a la biblioteca de la ciudad, esperando a que un día, él aparezca. Por más improbable que suene esa idea. Cuando finaliza el día, dirijo mis pasos a la vieja casa, con las esperanzas moribundas, arrastrándose por detrás de mis talones.

   El bosque me recuerda a mi madre y ese recuerdo me acompaña todo el camino a casa. Con veintiún años, aún me aterran muchas cosas e imaginármela junto a mí, como había hecho todo este tiempo, me reconforta de alguna forma.

Hice cambios en las paredes y la pintura, tan solo dejé mi cuarto intacto. Y cuando no estoy sentado detrás de la incómoda silla de madera de la biblioteca, estoy sentado en mi antigua habitación, con la cruel compañía de la soledad, escribiendo tan solo para mí.

Y mientras la noche cae sobre la ciudad de la niebla creo oír los pasos de La Madre en el pasillo de mi pequeña casa, no podría decir jamás que me dejó un recuerdo agradable aunque nos hubiera salvado la vida a Manuel y a mí...aunque nos hubiera acogido como a sus propios hijos. Su voz aún resuena en mi memoria cada noche, como si todavía pudiera oírla tararear sobre mi cabello y en noches como ésta ni la presencia de Dios y la de mi madre pueden consolarme. 

Tras los muros del tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora