Epílogo

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   Frente a la plaza Santa María, o la plaza de las rocas, descansaban un par de ojos lectores, dentro de una catedral de piedra que funcionaba como biblioteca del pueblo. Con sus ojos increíblemente verdes y ligeramente cerrados sobre un libro, dormitaba Bruno, sabiendo que no llegaría nadie hasta en una hora. Pero el sonido de unos nudillos golpeándole la puerta le arrancó del sueño. Dejó su libro sobre el escritorio y abandonó su silla de madera. Se detuvo frente a la puerta vidriada, y no fue el único que se detuvo, su corazón también lo hizo.

Al otro lado, esperaba un joven de espaldas a la puerta. Y a primeras horas de la mañana, con el sol del alba, reconoció aquellos rizos casi naranjas. Ya no le caían sobre las orejas, y había cambiado bastante, pensó, pero de todas formas lo había reconocido.

Abrió la puerta y el sonido lo hizo voltear, el muchacho de ojos ceniza lo miró y Bruno sonrió.

-Manuel... - dijo en un hilo de voz.

-¿Puedo?- preguntó, con aquella sonrisa a medias que Bruno conocía muy bien. La sonrisa de los estafadores, o la de los poetas, pensó.

Bruno abrió paso, sin saber si quedarse en su lugar o abrazarlo. Optó por la segunda opción.

-No puedo creerlo...

-Te busqué todo este tiempo...- confesó Manuel, con una mirada casi acusadora – No creí que volverías aquí... a este lugar.

-Jamás me fui de este lugar- corrigió Bruno soltándose de su abrazo, de camino al enorme pasillo entre libros. -Supongo hay cosas que no puedes soltar, más aún aquellas que no te sueltan a ti.

Manuel caminó detrás de su viejo amigo, con la astucia y el sigilo de un depredador. Los primeros rayos de sol que atravesaban los vidrios de la catedral, formaban cuchillas de luz ámbar que acariciaban los tomos de literatura y gramática, donde se había posado Bruno. Y ahora lo veía, con unos ojos que quemaban, unos ojos llenos de preguntas.

Manuel se acercó, con la confianza que le habían proporcionado aquellos seis años de ausencia.

-¿A qué has venido? - soltó Bruno bruscamente, escaso de discreción.

-A verte...

Bruno negó.

-¿Y luego qué?

Manuel lo meditó, en busca de la respuesta adecuada.

-He venido a verte, y a asegurarme de que has cumplido con tu promesa... - sonrió.

Bruno recordaba aquella promesa, y por su mente divagaba la imagen de la pila de hojas mecanografiadas sobre su escritorio. Páginas que no había enseñado a nadie jamás, con temor de que sus palabras parecieran burdas fantasías. Decidió que se lo entregaría a la única persona al que dicho relato pertenecía. Relato que permanecería en los secretos de su memoria y la del joven que tenía frente a él.

-Pasé estos años escribiendo para ti, para mi madre, por nosotros... como me lo pediste aquella noche, Manuel. -confesó- Pero... el de la promesa no era yo, eras tú.

-Lo sé...- murmuró y con una sonrisa en los labios, lo besó.

Fin.

Tras los muros del tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora