Rigidez

26 11 1
                                    


La rigidez es un rasgo inherente a mi personalidad. No sé a qué se debe. Puedo intuír su orígen, en qué momento y lugar hechó raíces, pero lo cierto es que existen más ambigüedades que precisiones.

Todo marchaba adecuadamente. Podía convivir con aquella particularidad, las personas suelen tenerlas. Hasta que, poco a poco, de manera paulatina y sigilosa, empezó a transformar su inocencia en un arma de doble filo. Se volvió un elemento peligroso, una criatura feroz tan inteligente que conocía la manera de encubrirse y no ser vislumbrada. Ni siquiera yo pude percatarme de que estaba allí, cobrando fuerzas, queriendo ser la dueña y tomar las riendas de mi ser.

Era una rigidez atroz y malvada. De ningún modo aceptaba rangos. O me sometía a ella o moría. Mi vida, literalmente, empezó a prender de un hilo. No había opciones. Y aunque, lo admito, existieron momentos en que vacilé, siempre tenía el sentimiento de que aún era joven para partir.

Mis calificaciones debían ser las más elevadas. Tenía que estar por encima de todos los demás estudiantes. Si sacaba un nueve, era una fracasada, una inútil. Si mi nota no era diez, mi valor como persona se desvanecía e inmediata me convertía en Nadie. Mi nombre se transformaba en un insulto y yo me cubría los oídos para no escucharlo.

Pero la brutalidad de mi mente controladora seguía creciendo. Y se trasladó, también, a la manera en que me percibía. Su peor faceta resurgió de entre las sombras y ahora tenía voz propia. Me hablaba. Me daba órdenes estrictas. Su tono era macabro y empleaba un lenguaje que nadie a parte de mí era capaz de comprender.

Huesos.

Deja de comer.

Vomita.

Siente el frío, disfrútalo.

Huesos.

Corre hasta que sientas el corazón saiéndose de tu pecho.

Huesos. Siempre un poco más a la vista del mundo.

Que la valanza te indique el número más bajo. Cada vez más y más bajo.

No tragues.

Siente el tacto de tus costillas. Gózalo. Ámalo. Regocíjate. Porque la felicidad es eso.

La felicidad no es nada más que eso.

Tu universo entero no es nada más que eso.

Inevitablemente, todo salió a la luz. Mi familia, mis amigos, mis profesores: todos impactados, horrorizados ante aquello que tenían delante. Aquello que no se parecía a mí, pero era yo. ¿Qué mierda le pasó?

Estaba ciega, viviendo en una realidad meramente individual. Nadando sin rumbo en el mar de la locura.

Mi mamá decía que papá sollozaba y rompía en lágrimas por las noches. Yo jamás lo había visto llorar. Un día, lo hizo delante mío. Se repuso enseguida, pero durante un instante lo conocí vulnerable. Y entendí que yo estaba distorsionando las cosas, que mis conductas no eran normales. Que me engañaba al afirmar que todo estaba bajo control.

El proceso fue largo. Años de tratamiento multidisciplinario. Tropezones y levantadas. Asfixias y esperanzas. Heridas y cicatrizaciones. Hoy me hallo mucho mejor. Tengo cosas por sanar, situaciones que resolver, personas que perdonar. Pero estoy más cerca de la luz. Y lo acepto. Acepto el reto. Porque, como ya he dicho, siempre hay un motivo y una respuesta para cada interrogante. Todo forma parte de mi evolución.

El Centeno Donde viven las historias. Descúbrelo ahora