Los Preparativos

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Una sacudida del tren despertó a Aizawa de su siesta. Parpadeó lentamente un par de veces antes de frotarse los ojos y mirar a su alrededor. El vagón estaba mucho más vacío que antes; de hecho, el chico que casi le había puesto la mochila en la cabeza ya se había marchado. Frente a él vio a una señora con su hija mirando por la ventanilla. El cielo de la ciudad era de un color púrpura que se desvanecía en el horizonte a un rojo anaranjado, contra el cual se dibujaba el contorno de los edificios, entre los que empezaban a brillar unas pocas estrellas tímidas. Su mirada se apartó al escuchar por megafonía el anuncio de la siguiente estación y leyó el letrero de luces. Le faltaban todavía dos paradas para bajarse.

Con disimulo, para no molestar a la muchacha que también dormía a su lado, estiró los brazos y las piernas, intentando así sacudirse los restos de sueño. Repasó mentalmente la, lamentablemente para él, todavía larga lista de tareas pendientes por terminar. Preparar la cena, la suficiente como para que hubiera sobras para el almuerzo de mañana. Corregir los últimos exámenes, que debía entregar dentro de dos días a sus alumnos. Hacer la colada antes de quedarse sin ropa interior limpia. Por supuesto, necesitaba urgentemente una ducha. Suspirando, se frotó el cuello, que ya se le estaba agarrotando de tanta tensión. De hecho, no recordaba la última vez que había tenido el cuello libre de dicha tensión. Quien dijera que ser profesor era fácil...

El tren paró y la señora con su hija salieron cogidas de la mano. La mujer tenía unas ojeras muy marcadas pero se le dibujaba en la cara una sonrisa mientras su hija parloteaba entusiasmada sobre su día en clase. Vestía una chaqueta de lana suave y esponjosa sobre un uniforme verde de enfermera y llevaba el pelo recogido en un moño despeinado sobre la nuca. Al bajar, Aizawa vio que la niña levantaba la mano hacia su madre y le ofrecía una flor que había brotado de la palma, a lo cual la mujer respondió con una sonrisa todavía más radiante. La misma rutina de siempre.

Hablando de rutina...

Fingiendo desperezarse de nuevo, chocó el hombro contra el de su vecina dormida, que dio un respingo antes de recorrer con los ojos hinchados por el sueño el vagón. Al ver que estaban en su parada, se levantó de un salto del asiento y, cogiendo su maleta bajo el brazo, salió corriendo a la puerta justo antes de que la cerrara.

Aizawa la conocía desde hacía un par de años, cuando todavía iba al instituto. Siempre se sentaba en ese vagón y se dormía casi al instante. Más de una vez la había visto despertarse cuando ya se había pasado su parada y lamentarse en su asiento antes de bajar con él. Siempre se aseguraba, discretamente, de que subía al tren en dirección contraria de forma segura. Desde entonces, cuando podía y la encontraba echándose una siesta, la despertaba de forma disimulada para que pudiera bajar donde le tocaba. La chica iba ya a la universidad y solo tomaba el tren los fines de semana para ver a su familia, pero parecía que le costaba dejar ese hábito.

Finalmente, el altavoz anunció su parada. Se levantó, tomó su bolsa y se paró frente a la puerta. Con un suave rechinar, el tren llegó a la estación y dejó salir a sus pasajeros. Como siempre, bajaron un señor ya anciano, con la cara tan arrugada que no se le veían casi los ojos, junto con un perro tan anciano y arrugado como él. Frente a ellos, caminaba un hombre, vestido con su uniforme de barrendero, que empezaba el turno de noche en las calles de la ciudad. Aizawa lo recordaba de coincidir por las mañanas muy tempranas tomando ambos el mismo tren e, incluso, lo había visto durante sus patrullas. El señor solía trabajar en el parque, haciendo siempre la misma ruta y canturreando alguna canción pop al compás de la radio, que escuchaba por un solo auricular mientras barría con energía las hojas secas. La misma rutina de siempre.

Al salir de la estación, el aire húmedo y todavía cálido de la noche le golpeó la cara. Se apartó, irritado, la bufanda del cuello y echó a andar. Las farolas se acababan de encender y las calles estaban casi vacías, pues era una noche demasiado calurosa para soportarla entre el cemento y el asfalto. El propio Aizawa estaba deseando llegar solo para encender un poco el aire y notar algo de alivio. Aún así, el ruido de los coches circulando por la calzada era casi abrumador, aunque no tapaba el barullo del grupo que se acercaba a él. Eran varias personas jóvenes que iban en dirección de la zona de bares y discotecas, seguramente aprovechando el fin de semana para descansar y divertirse con sus amigos. Los esquivó con pesada agilidad. Al girar la siguiente esquina, vio su bloque de apartamentos a lo lejos y suspiró, pensando que todavía le quedaba un buen trecho y, al mismo tiempo, alegrándose de que no faltaba mucho para llegar.

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