Capítulo 8: Lago Tazawa

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—¡Tachán! ¡Hemos llegado! —, anunció Yamada

Aizawa bajó de la camper con la toalla al cuello y una bolsa térmica colgada del hombro. Llevaba la gorra calada hasta las cejas y unas gafas de sol para combatir el calor, pero bajo la ropa oscura el sudor le resbalaba por la espalda y se le acumulaba bajo las axilas. Quizás debería haber llevado la camiseta de flores que le había regalado Kayama. Parecía más apropiada para el ambiente al que le había llevado Yamada.

Estaban a orillas del lago Tazawa, junto a una playa de arena blanca y guijarros negros repleta de gente. Se veían allí y allá grupos y familias disfrutando del agua fresca, que aliviaba el calor especialmente intenso de ese día. Los niños corrían por la playa persiguiendo una pelota mientras sus abuelos se relajaban bajo una sombrilla y enormes sombreros para evitar el sol y sus padres se bañaban en el lago de aguas heladas. Era un ambiente alegre, lleno de risas y vitalidad. Justo lo que menos le apetecía a Aizawa.

—No sé por qué tengo la impresión de estar de vuelta en el trabajo... —comentó.

—Pero esta vez si se ahogan no es responsabilidad nuestra sacarlos del agua —, le respondió Yamada mientras se recolocaba la bolsa que llevaba en la espalda.

Él sí iba más preparado para el calor, con ropa clara y suelta que se ahuecaban con la brisa que soplaba desde el lago. A veces el escote de la blusa se le bajaba y enseñaba algo más que la clavícula; Aizawa desviaba la mirada cada vez que se sorprendía a sí mismo intentando ver ese poco más de piel. Yamada le echó un brazo por los hombros y lo arrastró con él.

—Alégrate porque no vamos a la playa todavía.

—¿Ah, no? —, respondió Aizawa distraídamente. Esa vez el champú que había usado Yamada olía a fresas y naranja.

—Nop. Vamos al puesto de los guardas forestales y les vamos a pedir un mapa de los senderos. Entonces, nos perderemos por los senderos en busca de... no sé, el sentido de la vida por ejemplo.

—Ajá. Y eso debería alegrarme porque...

—Nos mantendremos alejados de la playa hasta que la gente se vaya a comer, momento en el que volveremos a coger sitio y disfrutar de la tranquilidad.

—Pensaba que te gustaba la gente.

—Pero a ti no. —Yamada lo soltó por fin para frotarse el cuello con una sonrisa medio disimulada.— Y lo importante es que estemos los dos cómodos. Al fin y al cabo, son nuestras vacaciones y somos nosotros quienes tenemos que disfrutar de ellas, ¿no?

Aizawa pensó que, en realidad, durante este viaje a quien más se había acomodado era a él. Se guardó ese pensamiento para él y se limitó a asentir. Entraron ambos a la cabaña de los guardabosques, donde les hablaron del parque y les dieron un mapa con los senderos marcados para que no se perdieran. Les advirtieron también de que el parque estaba vigilado y les pidieron, con bastante severidad por parte de uno de los guardas de hombros anchos y tan alto como un árbol, que no encendieran ningún fuego. Por un instante, ambos tuvieron la impresión de que tendrían que hacer un juramento sobre su propia vida antes de que les dejaran marcharse de allí. Tuvieron la suerte de que otro de ellos los acompañara a la puerta y se despidiera de ellos antes de que las cosas se pusieran más incómodas.

Mapa en mano, Yamada los guió por entre las cañas y el bambú por caminos desiertos, a donde el barullo de los bañistas llegaba amortiguado. No se toparon con nadie más, pero sí con otros habitantes del parque. A lo lejos, entre helechos y bajo la sombra de un roble, fotografiaron un zorro que saltaba jugando con sus cachorros. También encontraron unos mapaches japoneses que se estaban comiendo algunas raíces a los que también fotografiaron. Por supuesto, por estar mirando el mapa, Yamada se tropezó con algún que otro bicho, incluyendo una tela de araña enorme que por poco le envuelve la cara. Pasaron un buen rato buscando a la araña que la había tejido, por si acaso, en venganza por destrozarle la casa, había decidido convertir el pelo de Yamada en su nuevo hogar. Al no encontrar nada, siguieron el camino.

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