Capítulo 2: El Primer Día

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El aire húmedo entraba por la ventanilla medio abierta y le agitaba los mechones de pelo que la goma no le había podido sujetar. El frescor era de agradecer a esas horas del día, cuando el sol estaba en lo más alto del cielo y hacía que el sudor le empapara la nuca. Con el dorso de la mano, Aizawa se secó una gota que le resbalaba por la sien mientras se agitaba la camiseta en un esfuerzo por secarse también la humedad del cuerpo. Se levantó de la mesa que servía de comedor en la parte trasera de la camper y se encaminó a la cabina del conductor, donde Yamada tarareaba al ritmo de la radio. Él también llevaba el pelo recogido y había optado por un tank top amplio y suelto. La piel del brazo que llevaba apoyado en la ventanilla se le estaba empezando a porner rojo de sol, a pesar de que Aizawa le había ofrecido crema solar varias veces.

Antes de tomar asiento, Aizawa le puso una mano en el hombro.

—Es hora de comer.

—Tranquilo, no worries, que tenía pensado hacer una parada en Hokuto.

—¿También?

—Te dije que pararíamos en todas partes, ¿no? —Yamada lo miró de reojo con una sonrisa perversa.— En. Todas. Partes. Shouta.

Con un gruñido, Aizawa echó la cabeza atrás contra el respaldo. Desde que habían salido esa mañana, habían parado en todas las ciudades y pueblos al paso. El trayecto hasta Hokuto, que debería de ser de apenas dos horas, les había costado casi cuatro por eso. Suspirando, reconoció que Yamada le había advertido que pasaría eso, así que no tenía derecho a quejarse. También tenía que admitir que estaba siendo menos aburrido de lo que pensaba. Sacó el móvil del bolsillo y empezó a mirar las fotos que había hecho. El templo de Saion-ji era especialmente bonito con la ligera niebla que lo envolvía esa mañana temprano y el mirador del monte Minobu con el sol saliendo de fondo era una de sus fotos más bonitas. Aunque la mejor, al menos en su opinión, fue la que le hizo a Yamada frente a las cataratas Myoren, con el agua que caía formando un arcoiris de fondo y la mirada maravillada de su compañero de viaje. Tuvo cuidado de guardar esa foto en una carpeta especial, junto a las fotos de Mochi.

Tras un rato jugueteando con el móvil, borrando fotos borrosas o repetidas y mandándole a Kayama algunas en las que se veía a Yamada resbalándose en las piedras de las cataratas y otras, las del castillo de Shinfu, su última parada, en las que salía haciendo caras ridículas, la camper paró. Levantó la cabeza extrañado y tuvo que parpadear con fuerza varias veces, pues no creía lo que veía.

—¿Cómo hemos acabado en medio de los Alpes?

—¡Bienvenido a Moegi no Mura! —Respondió Yamada como si eso respondiera a su pregunta.

Yamada bajó de la camper y cerró la puerta con fuerza, tanta que la furgoneta se agitó con un chirrido preocupante. Aizawa salió también, pero con algo más de delicadeza con el pobre coche. Delante de él se veía un bosquecillo salpicado aquí y allá con casas blancas de tejados marrones entre caminos de adoquines grises. Los bordes estaban cubiertos de macizos de flores coloridas, entre las que zumbaban abejas. Allá donde mirara, veía esculturas hechas con troncos de madera que tenían forma de alce o de ciervo y, a lo lejos, escuchaba una cancioncilla infantil. De no ser porque sabía que iban en coche, hubiera dicho que Yamada se lo había llevado a Europa.

En ese momento se dio cuenta de que Yamada ya no estaba a su lado, sino que había echado a andar en dirección al tablón de información. Trotó hasta ponerse a su lado y observó el mapa plastificado del pueblo.

—¡Voy a subir al carrusel! —Gritó Yamada a su lado mientras apuntaba con el dedo al mapa.

—No.

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