二十四 Capítulo 24: Onajimi no Yami

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Oscuridad.

Una cálida oscuridad de un calibre antinatural invadía casi por completo aquella pequeña sala, impidiendo distinguir más que unos pocos detalles. Lo único que rompía aquel patrón de negrura era un débil haz de luz que se colaba por entre la rendija de una puerta corrediza entreabierta estilo fusuma, la cual daba paso a un jardín exterior. Aquella fútil luminosidad se alargaba por el suelo de tatami, luchando ferozmente contra la penumbra reinante, hasta alcanzar una mesa baja de madera sobre la cual reposaba una verdosa taza de té hecha de cerámica.

Además de oscuridad, también imperaba el silencio.

Cada pocos segundos, algún pajarillo se atrevía a soltar un tímido gorjeo, pero se callaba de improviso al ser presa de un aplastante temor instintivo. Ni siquiera el rumor del follaje de los múltiples árboles ornamentales del jardín podía alterar la abrumadora paz que brotaba de aquella lóbrega sala. Era como si la estancia entera se encontrara sumida en una pausa temporal que la aislaba por completo del mundo que la rodeaba.

Un estado de calma cargado de dolor y rencor, tal como un eterno grito ahogado.

Súbitamente, la escasa luz solar que se colaba a través del resquicio de la puerta se vio reducida hasta casi desaparecer por completo. Una pequeña figura se había hecho presente en la entrada de la pieza, de modo que su alargada sombra llegó a cubrir la taza de té. Se trataba de uno de los conejos negros de Kurokami, que apenas podía ser distinguido dada la espesa penumbra que lo envolvía. El brillo de sus ojos escarlata había ganado fuerza gracias a la oscuridad, pero, incluso encontrándose en su elemento natural, el animal expresaba un pavor inconmensurable. Sus orejas caídas, junto a su mirada clavada al suelo y el ligero temblor que recorría su pequeño cuerpo eran señales inequívocas.

―Has hecho bien, Kukuri, mereces mis más sinceros elogios ―enunció una grave voz masculina proveniente de las sombras cercanas a la mesa―. Pero, hazte a un lado ahora, ¿no ves que estás bloqueando de manera ineficiente la luz que el perverso Sol nos arroja para retarnos?

El conejo obedeció al instante, apoyándose sobre sus cuatro patas mientras se adentraba un poco más en la habitación. Se mantuvo silencioso en esa posición durante unos segundos, hasta que reunió el coraje suficiente para soltar un chillido entrecortado.

―Lo sé, Kukuri, lo vi a través de tus ojos, lo escuché a través de tus oídos ―dijo la voz―. El patético Tsukuyomi fue derrotado, tal como tenía previsto. Finalmente podré dar inicio a mi plan final.

Una pálida mano de apariencia común emergió de entre la penumbra para tomar el vaso de cerámica y hacerlo girar con lentitud. Al mismo tiempo, la oscuridad de la sala se hizo más profunda y el silencio se tornó más pesado hasta alcanzar un nivel insoportable. La mano sobresalía de una manga de lo que parecía ser un kimono tradicional de un color tan negro que llegaba a resaltar incluso por encima de las sombras, adornado por patrones de rayas rojizas que seguían una disposición caótica.

―El siguiente paso será complicado, pero la victoria es la única opción. ―El sujeto oculto en la negrura dejó la taza sobre la zona oscura de la mesa―. Tus órdenes no cambiarán de momento, Kukuri: vigila y protege al objetivo mientras finalizo con los preparativos. Vete ahora y no me defraudes.

El conejo soltó un chillido como simple respuesta y se lanzó fuera de la habitación a toda prisa, esfumándose apenas entró en contacto con la luz solar.

Por su parte, el hombre de la sala se mantuvo estático por varios segundos, disfrutando de la silenciosa paz que lo rodeaba, hasta que se revolvió ligeramente. Con total parsimonia, estiró una de sus manos hacia el débil rayo de luz solar que alteraba el patrón lóbrego de la estancia. En su palma sostenía un pequeño relicario abierto color dorado que, al reflejar el brillo con intensidad, reveló una foto de aspecto antiguo que se hallaba guardada en su interior. Se trataba de una imagen matrimonial que retrataba a un individuo extranjero vestido con un kimono montsuki negro, junto a una joven mujer ataviada con el blanco traje tradicional de novia japonesa.

―Sé que si siguieras en este mundo te opondrías a lo que tendré que hacer pronto ―musitó la voz―. Pero, sin tu luz, no tengo la fuerza para seguir oponiéndome a mi propia naturaleza. Cuando cumpla mi deber ancestral iré a encontrarme contigo y aceptaré el castigo de tu odio.

De improviso, la luminosidad solar que se colaba por la rendija de la puerta adquirió la potencia necesaria para ganar terreno a la penumbra dominante, causando el rostro del misterioso hombre quedara al descubierto. Su larga y tupida barba era negra como la noche, contrastando con sus ojos, de un iris tan rojo como la sangre, en cuya profundidad se teñía un insondable rencor. Con esos mismos ojos cargados de resentimiento y desolación observó directamente al Sol sin siquiera parpadear durante varios minutos, maldiciéndolo entre dientes por importunarlo con su indeseado resplandor.

Finalmente, el hombre de la mirada escarlata sacudió una manga de su kimono y la puerta corrediza se cerró por completo, sumiéndolo en la oscuridad definitiva.


Fin del Segundo Arco

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