Él era único, casi perfecto. Él era casi mágico, casi imposible, demasiado para mi. Era mi guerra y mi paz, el hombro sobre el que me apoyaba y quien me hacía levitar al andar por la calle cogida de su mano. Él era quien conseguía sacar mi lado más salvaje y ninfómano, la única mano con permiso en mis pantalones, el único en vida. Él era mis ganas de levantarme, de sonreír, de vivir. Él era mis parches anti tabaco y quien me mantenía alejada de psicotrópicos, era mis ganas de cuidarme y de cuidar a otros. Él era mi nube, mis alas. Él era mi soga, mis lágrimas y mis arañazos en su espalda, mis peores depresiones y mis mayores alegrías. Él era una mezcla entre sus estúpidos celos, mi infinito amor y los motes ridículos que nos poníamos. Él era mi niño, el yerno de mis padres, el amigo de mis amigas, el único que me dejaba marcas y que me ha dejado marcada. Él ya no existe, claro. Él era yo, exactamente igual que yo era él.