22. El pais de los desterrados

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Quetza partió al destierro junto a las tropas que iban a la campaña de conquista para extender los límites del Imperio hacia el Sur y mantener el dominio de los pueblos costeros de la Huasteca. Fue una marcha lenta y accidentada a través de las montañas. De no haber sido por la preparación en el Calmécac, cuando lo obligaban a caminar durante horas sobre el campo de ortigas, Quetza jamás hubiese podido tolerar aquella travesía. Apenas si tuvo tiempo de despedirse de su padre, Tepec, y no permitieron que viese a Ixaya ni a sus amigos. Siempre había guardado la secreta ilusión de tomar como esposa a su amiga de la infancia al término del Calmécac, pero jamás imaginó que ni siquiera iba a tener la posibilidad de terminar sus estudios. Su único consuelo era la proximidad del mar, aquella promesa lejana y tan ansiada.
Después de muchos días de caminata, por fin alcanzaron su destino. Todos los miembros del reducido grupo que había llegado a la Huasteca, exhaustos, se tendieron a la sombra de las palmeras. Pero Quetza, teniendo ante sus ojos aquella extensión azul, corrió y cruzó el médano. De pie sobre la arena tibia, se llenó los pulmones con el anhelado perfume del océano. Era la primera vez que veía el mar y, sin embargo, tuvo la certidumbre de que su procedencia y la de su pueblo estaban ligadas a aquellas aguas. Sus ojos recorrieron la raya perfecta del horizonte y su espíritu se expandió hacia el infinito vislumbrado en la conjunción del mar con el cielo. Se negaba a creer que aquella línea demarcaba el fin del mundo; por el contrario, se dijo, era ésa la puerta al Nuevo Mundo, al futuro. Sólo había que llegar más allá, atravesarla. Descubrió que el mar le otorgaba una placidez inédita e inmediatamente creyó descubrir el porqué. Él pertenecía a una isla rodeada por un lago que, a su vez, estaba fortificado por la montaña. Todo constituía un límite: la isla era un cerco, el lago un óbice para llegar a la montaña y la montaña un muro que le devolvía el eco de sus propios pensamientos. El horizonte, hasta ese momento, era para él una conjetura. El mar, en cambio, se abría a la inmensidad y entonces su espíritu podía dilatarse tan lejos como la mirada y su imaginación se adelantaba con paso firme a la aventura que se avecinaba.
La euforia de Quetza se disipó no bien giró sobre su eje y descubrió que un grupo de hombres lo miraba con expresión hostil. Entonces sí se sintió un desterrado, solo e indefenso en tierras extrañas habitadas por enemigos. El grupo se fue cerrando en torno de él. Pronunciaban palabras que no podía entender, aunque resultaba evidente que estaban llenas de beligerancia. Tenían una apariencia salvaje y aterradora: el cráneo deformado adrede, los dientes limados imitando los de un jaguar, llevaban todos la nariz perforada y atravesada con púas o argollas. Contribuía al gesto amenazador la forma en que se pintaban el cuerpo: las facciones estaban fieramente resaltadas con pigmentos que les surcaban las cejas, los pómulos y las mejillas. Los músculos del torso y los brazos estaban delineados por tatuajes que realzaban su volumen. Llevaban anillos, brazaletes y pecheras, todo hecho con caracoles de diversos tamaños. Cada vez los tenía más cerca; Quetza adoptó una posición de defensa separando las piernas y cubriéndose el pecho y la cara con los brazos; pero lejos de intimidarse, los nativos, armados con hojas filosas hechas con alguna clase de caparazón que escondían en la palma de las manos, se dispusieron a saltar sobre el extranjero. En ese preciso momento, en el aire tronó el chasquido de una penca; de inmediato los nativos se dispersaron en *ro-pel como animales asustados. Uno de ellos, en medio del tumulto, tropezó y luego cayó. Entonces recibió una andanada de golpes de vara, hasta que pudo incorporarse y huyó como una liebre. Sólo entonces Quetza elevó la vista y vio a quien empuñaba la caña.
-No hay que temerles. Son como los coyotes: muestran los dientes, pero si se les levanta la mano salen corriendo. Sólo hay que tener la precaución de andar siempre con una vara; le tienen pánico.
El hombre hablaba en perfecto náhuatl, aunque no tenía el aspecto de un mexica; de hecho, era bastante parecido a los hombres que acababa de ahuyentar: llevaba el cuerpo cubierto con caracoles y la cara pintada como un guerrero. -Mi nombre es Papaloa -dijo inclinando levemente la cabeza-, soy el encargado de mantener el orden. Aquél era un extraño nombre que significaba "relamerse". Aunque infrecuente, era una voz náhuatl que evidenciaba su origen mexica. Tal vez, a fuerza de convivir con los nativos, había adoptado algunas de sus costumbres. Quetza le contestó que, por lo visto, hacía bien su trabajo. El hombre sonrió sin darle demasiada importancia al halago. -Soy Quetza, hijo de Tepec -se presentó el recién llegado devolviendo la inclinación de cabeza. -Lo sé, lo sé -dijo Papaloa-, te estaba esperando.

El Conquistador - Federico AndahaziDonde viven las historias. Descúbrelo ahora