1. Los jardines flotantes

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Desde el lago soplaba una brisa fresca que traía el perfume de las flores que crecían en las chinampas, las islas artificiales que hicieron de ese suelo pantanoso una majestuosa ciudad flotante. El sol todavía no era más que un fulgor rojizo tras las montañas y la gran metrópoli ya estaba en pie. Las canoas, decoradas con mascarones que representaban aves o serpientes pintadas de rojo estridente, de verde y amarillo, iban y venían repletas de maíz, de frutas y de hortalizas. Aquellos jardines ocultaban bajo la alfombra de los sembradíos su estructura de troncos unidos por cieno y limo, anclándose al lecho cenagoso con las raíces de los tupidos ahuejotes.
La plaza del mercado, rodeada de canales, se iba poblando a medida que llegaban las barcazas cargadas. Era aquél el corazón del Imperio Mexica, el centro cosmopolita hasta donde llegaban los mercaderes desde las ciudades más lejanas. Allí se negociaba toda clase de mercancías en numerosas lenguas y podían verse ropajes de todas las regiones. El alboroto de los comerciantes que pregonaban a viva voz sus ofertas, se mezclaba con la música ritual proveniente de los templos. El sonido de los timbales y las flautas anunciaba la proximidad de la ceremonia más esperada por algunos y la más fatídica para otros. No era aquél un día cualquiera; sin embargo, nada podía hacer que la gran ciudad detuviera su marcha.
Un grupo de zopilotes encaramados en la cima del Cerro del Peñón escuchaba el sonido de los tambores como si estuviesen encantados; y tenían buenos motivos para estar atentos. Sabían que eran los principales convidados de aquel rito. Esperaban impacientes que de una buena vez comenzaran a sonar los atecocolliy unas trompetas hechas de caracol ahuecado, que indicaban el comienzo de la ceremonia. Ese día iban a ser sacrificados tres mancebos y un niño. Como si aquellos pájaros carroñeros supieran que eran los intermediarios entre los hombres y los dioses, esperaban el momento en que los sacerdotes les arrojaran los corazones todavía palpitantes de las víctimas. Luego de devorarlos, levantarían vuelo y, así, en sus vientres satisfechos, llevarían las ofrendas al Dios de la Guerra.
Por fin sonaron las caracolas. Sólo entonces, los zopilotes se lanzaron al vuelo desde lo alto del cerro. Para llegar hasta la ciudad, una isla dorada en medio del lago rodeado por montañas, debían surcar una enorme distancia sobre las aguas. Volaron por encima del extenso muro que protegía a la isla de los desbordes, y desde allí pudieron divisar las cumbres de las pirámides de las ciudades gemelas: Tlatelolco y, más allá, Tenochtitlan. Fatigadas pero con el ánimo renovado por la proximidad, las aves volaron por encima de la majestuosa Calzada de Tepeyac. Atravesaron los puentes levadizos que unían los monumentales edificios erigidos entre las aguas y desde allí tuvieron un panorama completo: las montañas que rodeaban al lago se veían pobres e imperfectas en comparación con la doble pirámide de Huey Teocalli, el Templo Mayor. Al pie de la Gran Pirámide bicéfala, en la explanada del centro ritual, los pájaros vieron a los sacerdotes afilando los negros cuchillos de obsidiana contra la piedra de los sacrificios. Como si los zopilotes conociesen el ceremonial, ocuparon su lugar en lo alto de la pirámide, justo por encima del tlatoani, el monarca.
Por aquellos días gobernaba Axayácatl. Para muchos era un rey justo comparado con su antecesor, quien había incre- mentado los impuestos a los vasallos de un modo humillante; cierto era que el sucesor redujo los tributos pero sólo a expensas de aumentar aún más el dominio del Imperio y someter a sus vecinos. Por otra parte, todo le parecía propicio para celebrar sacrificios: si tenía que emprender una acción militar, ofrecía prisioneros al Dios de la Guerra; si eran tiempos de sequía, entregaba niños al Dios de la Lluvia; si en cambio diluviaba, ofrendaba vidas al Dios del Sol. Los sacrificios dividían la opinión de los hijos de Tenochtitlan; dado que provenían de una tradición guerrera, tal vez la mayor parte los aprobaba; sin embargo, eran muchos los que repudiaban secretamente los sacrificios humanos y se negaban a beber la sangre de sus hermanos. Ésta era una división que se remontaba muy lejos en el tiempo y ya había desmembrado a sus antepasados, los toltecas. Una parte de ellos adoraba a Tezcatlipoca, Dios de la Guerra y el Sacrificio. Otros veneraban a Quetzalcóatl, a quien consideraban el Dios supremo que se oponía a la Muerte y la Destrucción. Ambos dioses, en su antagonismo, fueron los creadores del mundo; constituían una dupla inseparable, una deidad única que contenía en sí misma la vida y la destrucción, la guerra y la paz, la noche y el día. A medida que los hombres iban tomando partido por uno u otro aspecto de esta deidad, fueron dividiéndola hasta que dio lugar a dos dioses diferentes y opuestos. Enzarzados en una guerra interna, los partidarios del Dios sombrío resultaron vencedores. Los derrotados fueron expulsados de Tula y se exiliaron en la mítica y por entonces abandonada Teotihuacan. Ciertamente, tenían pocas posibilidades de salir victoriosos de una guerra quienes, de hecho, se oponían a ella, siendo sus armas la persuasión y la palabra contra la lanza y la flecha.
De esta estirpe provenía Tepec, por entonces un anciano venerable que había hecho suficientes méritos para pertenecer al Consejo de Sabios. Pese a que sus opiniones raramente se ajustaban a los caprichos de los monarcas, su voz solía ser atendida. Jamás se había entregado a la genuflexión para alcanzar un cargo, ni decía lo que los poderosos querían oír. De hecho, no había conseguido su lugar en el Consejo por el solo hecho de haber llegado a viejo, como era el caso de la mayoría de los integrantes. Tepec era un hombre realmente sabio: fue él quien ideó el sistema de diques que defendía a la isla del avance de las aguas y quien segmentó la calzada de Chapultepec, uniendo sus tramos mediante puentes levadizos para impedir la entrada del enemigo, o bien cortarle la retirada una vez dentro. Era un verdadero oriundo de Anáhuac. Un hombre del agua, obsesionado por hacer que el lago conviviera en forma armoniosa con la ciudad.
Tepec, término que significaba "cerro", tenía una apariencia completamente distinta de la que indicaba su nombre. Era un hombre sumamente delgado. Tenía una nariz espléndida: inmensa, aguileña y de fosas generosas, le confería un aire de distinción y alcurnia tolteca que llamaba al respeto. Su pelo era plateado, muy lacio y tan largo que podía cubrirse el torso y las espaldas si quería. Por lo general lo llevaba recogido con una vincha. Pese a su posición social, Tepec se mostraba austero: vestía un taparrabo de cuero, unas sandalias de piel de ciervo y llevaba el pecho cubierto por collares. Sólo usaba su pechera de cobre y el tocado de plumas multicolor cuando asistía a las sesiones del Consejo de Sabios.
Aunque no pudiese admitirlo de forma pública, el viejo Tepec se oponía a los sacrificios humanos. Y ahora, mientras veía a los cuatro elegidos siendo conducidos a la piedra ceremonial, no podía evitar un sentimiento de piedad, sobre todo por el niño que todavía no había cumplido los dos años y se veía sumamente enfermo. Siempre hacía lo que estaba a su alcance para intentar salvar la vida de los más pequeños, aunque esta vez no parecía haber clemencia alguna por parte de los sacerdotes. Había hablado con todos ellos, pero se mostraron inflexibles: eran tiempos de sequía y el Dios de la Lluvia exigía que los ofrendados fuesen niños.
El pequeño avanzaba a lo largo de la calzada conducido por un sacerdote que lo llevaba de la mano. Andaba con el paso vacilante de los niños de su edad, pero, además, cargaba con el peso de una enfermedad que le abultaba el abdomen y le confería un gesto de dolor. Apenas había aprendido a caminar y esos primeros pasos eran, también, los últimos. Detrás iban los mancebos, quienes se habían ofrecido a los dioses por propia voluntad. Habiendo sido agasajados durante todo el año con manjares, festejos y regalos, después de haber cohabitado con vírgenes en fiestas orgiásticas, ahora debían pagar con su vida los placeres que les habían sido concedidos. No podía compararse su situación con la del niño que no tuvo la oportunidad de elegir su destino. Ataviado con ropajes coloridos y plumas, el pequeño se acercaba con los ojos llenos de asombro, sin saber lo que le esperaba unos pasos más adelante.
Los sacerdotes comenzaron la danza ritual ante la multitud reunida alrededor del centro ceremonial que, enfervorizada, gritaba el nombre del Dios de la Guerra. Por fin recostaron al niño sobre la superficie pulida de la piedra y uno de los sacerdotes levantó su brazo empuñando el cuchillo afilado.
Los zopilotes, cebados igual que la muchedumbre, se balanceaban de un lado al otro. El emperador, sentado en su trono de piedra, se dispuso a dar la orden para que comenzaran los sacrificios.

El Conquistador - Federico AndahaziDonde viven las historias. Descúbrelo ahora