7. El adelantado de las estrellas

988 19 1
                                    

Al cumplir los quince años, Quetza era un hombre de cuerpo fuerte y macizo. No era demasiado alto ni especialmente agraciado. Sin embargo, sus ojos negros y rasgados tan llenos de curiosidad le conferían una expresión inteligente y vivaz. Tenía la sonrisa generosa, pero la nariz era demasiado pequeña e insignificante. Quetza se lamentaba de no ser dueño de una nariz prominente, de fosas dilatadas y aletas amplias como les gustaba a las mujeres. Suponía que ése era el motivo por el cual Ixaya nunca se había fijado en él más que como un gran amigo. La vieja rivalidad infantil con Huate-qui parecía haberse diluido con el paso de los años; sin embargo, ésta era sólo una apariencia: en lugar de trabarse en luchas e interminables juegos de pelota, ahora que eran adultos, competían para ver quién era más hombre. Huatequi tenía el porte de un guerrero: era alto, delgado y su cuerpo presentaba el aspecto de una talla labrada. Su nariz, enorme como el pico de un tenancalin, le daba un aspecto viril e imponía respeto. Quetza había sorprendido varias veces a Ixaya contemplando su perfil, viendo de soslayo cómo se tensaban los músculos de su abdomen mientras su amigo practicaba puntería con el arco y la flecha. Entones Quetza sufría en silencio. Sin embargo, también Huatequi podía jurar que los ojos grises de Ixaya se obnubilaban cada vez que ella escuchaba hablar a Quetza sobre el cielo, la Tierra y los mares. Ninguno de ellos conocía el mar; su sola idea despertaba fascinación y temor entre los habitantes de Tenochtitlan, quienes se sentían protegidos entre el lago y las montañas. El mar era un concepto complejo, inabarcable como el infinito y tan temible como el Dios de los Dioses, dueño de la creación y de la destrucción. Quetza creía, sin embargo, que el mar era el único puente entre el pasado y el futuro, el nexo entre los distintos mundos. Cada vez que hablaba del mar, Ixaya abría sus enormes ojos grises y así se quedaba mirando absorta a su pequeño amigo. Huatequi sabía que Ixaya no era indiferente a su apariencia de guerrero, a su nariz prominente y a sus brazos fuertes, de la misma manera que Quetza no ignoraba que a ella la cautivaban sus palabras. Por cierto, se diría que los tres lo sabían. Hubiese sido natural que alguno de ellos estuviese enamorado de dos mujeres y, de hecho, podría casarse con ambas si había acuerdo entre las familias. Si además pertenecía a la rica nobleza, aparte de sus esposas, un hombre podía tener tantas concubinas como pudiese mantener. Pero el caso inverso era inconcebible. Si una mujer era sorprendida cometiendo adulterio, le correspondía la pena de muerte. Por ese motivo, aquella amistad infantil entre los tres, ahora que eran adultos, podía resultar peligrosa.
Las noches de luna nueva, cuando todos dormían, Quetza e Ixaya solían escaparse de la casa. Luego de una furtiva travesía en canoa se llegaban hasta el pie del Templo Mayor y, con paso sigiloso, ascendían hasta lo más alto de la pirámide. El cielo negro con todas sus estrellas fulgurando ante la ausencia de la luna sobre aquella metrópolis que brotaba del medio de las aguas, aquellas pirámides que competían con las montañas, era una visón que conmovía y abrumaba. Para Quetza el cielo era el espejo de la Tierra. Desde muy pequeño sentía una inquietante fascinación por las cosas del cielo. Sus ojos buscaban en la bóveda nocturna la explicación de todas las cosas. Siendo todavía un niño podía dibujar de memoria las constelaciones y los astros más luminosos. Sospechaba que en la comprensión de los hechos celestes podía encontrar la razón de todos los asuntos terrestres. Acostados boca arriba sobre la cúspide de la pirámide del Templo Mayor, Quetza le contaba a Ixaya el resultado de sus cavilaciones: era evidente, le decía, que todos los astros del cielo no eran redondos y planos, sino esféricos. Bastaba con observar las fases creciente o menguante de la Luna para establecer este hecho. Un disco jamás proyectaría una sombra parcial y semicircular sobre sí mismo; eso sólo ocurría con los cuerpos esféricos. Por otra parte, resultaba evidente que el Sol era también una esfera: era notorio que el Sol cambiaba su órbita durante el año; en los meses de verano describía una curva en línea con el cénit, le decía a Ixaya dibujando un semicírculo en el aire con su índice, mientras que en invierno este recorrido se inclinaba hacia el horizonte y era más breve. Si el Sol fuese un disco plano, durante esta estación debería verse ovalado, tal como se vería un medallón escorzado mostrando su canto. Sin embargo, donde estuviese, siempre se veía perfectamente redondo. Entonces, si la Luna y el Sol eran esféricos, también debería serlo Cemtlaltipac, la Tierra. Este hecho se veía confirmado durante los eclipses, momento privilegiado en que los hombres podían ver la sombra de la Tierra proyectada en la superficie de la Luna.
Para los mexicas el mundo tenía dos límites: el cielo y el mar. Así como el cielo era la frontera insuperable con aquellos astros que se veían en el firmamento, el mar era el límite absoluto, ya que ni siquiera se percibía que hubiese algo más allá. Entonces Quetza, echado boca arriba, le decía a Ixaya que la Tierra no podía ser muy diferente de los mundos que se veían en aquel cielo nocturno. Que así como resultaba claro a simple vista que había otros mundos desperdigados por el cielo, era seguro que existían otras tierras dispersas en el mar, que si no se llegaban a divisar, como las estrellas, era porque la Tierra era esférica. Quetza estaba convencido de que si alguien se aventuraba mar adentro, después de algunos días de navegación, Al cumplir los quince años, Quetza era un hombre de cuerpo fuerte y macizo. No era demasiado alto ni especialmente agraciado. Sin embargo, sus ojos negros y rasgados tan llenos de curiosidad le conferían una expresión inteligente y vivaz. Tenía la sonrisa generosa, pero la nariz era demasiado pequeña e insignificante. Quetza se lamentaba de no ser dueño de una nariz prominente, de fosas dilatadas y aletas amplias como les gustaba a las mujeres. Suponía que ése era el motivo por el cual Ixaya nunca se había fijado en él más que como un gran amigo. La vieja rivalidad infantil con Huate-qui parecía haberse diluido con el paso de los años; sin embargo, ésta era sólo una apariencia: en lugar de trabarse en luchas e interminables juegos de pelota, ahora que eran adultos, competían para ver quién era más hombre. Huatequi tenía el porte de un guerrero: era alto, delgado y su cuerpo presentaba el aspecto de una talla labrada. Su nariz, enorme como el pico de un tenancalin, le daba un aspecto viril e imponía respeto. Quetza había sorprendido varias veces a Ixaya contemplando su perfil, viendo de soslayo cómo se tensaban los músculos de su abdomen mientras su amigo practicaba puntería con el arco y la flecha. Entones Quetza sufría en silencio. Sin embargo, también Huatequi podía jurar que los ojos grises de Ixaya se obnubilaban cada vez que ella escuchaba hablar a Quetza sobre el cielo, la Tierra y los mares. Ninguno de ellos conocía el mar; su sola idea despertaba fascinación y temor entre los habitantes de Tenochtitlan, quienes se sentían protegidos entre el lago y las montañas. El mar era un concepto complejo, inabarcable como el infinito y tan temible como el Dios de los Dioses, dueño de la creación y de la destrucción. Quetza creía, sin embargo, que el mar era el único puente entre el pasado y el futuro, el nexo entre los distintos mundos. Cada vez que hablaba del mar, Ixaya abría sus enormes ojos grises y así se quedaba mirando absorta a su pequeño amigo. Huatequi sabía que Ixaya no era indiferente a su apariencia de guerrero, a su nariz prominente y a sus brazos fuertes, de la misma manera que Quetza no ignoraba que a ella la cautivaban sus palabras. Por cierto, se diría que los tres lo sabían. Hubiese sido natural que alguno de ellos estuviese enamorado de dos mujeres y, de hecho, podría casarse con ambas si había acuerdo entre las familias. Si además pertenecía a la rica nobleza, aparte de sus esposas, un hombre podía tener tantas concubinas como pudiese mantener. Pero el caso inverso era inconcebible. Si una mujer era sorprendida cometiendo adulterio, le correspondía la pena de muerte. Por ese motivo, aquella amistad infantil entre los tres, ahora que eran adultos, podía resultar peligrosa.
Las noches de luna nueva, cuando todos dormían, Quetza e Ixaya solían escaparse de la casa. Luego de una furtiva travesía en canoa se llegaban hasta el pie del Templo Mayor y, con paso sigiloso, ascendían hasta lo más alto de la pirámide. El cielo negro con todas sus estrellas fulgurando ante la ausencia de la luna sobre aquella metrópolis que brotaba del medio de las aguas, aquellas pirámides que competían con las montañas, era una visón que conmovía y abrumaba. Para Quetza el cielo era el espejo de la Tierra. Desde muy pequeño sentía una inquietante fascinación por las cosas del cielo. Sus ojos buscaban en la bóveda nocturna la explicación de todas las cosas. Siendo todavía un niño podía dibujar de memoria las constelaciones y los astros más luminosos. Sospechaba que en la comprensión de los hechos celestes podía encontrar la razón de todos los asuntos terrestres. Acostados boca arriba sobre la cúspide de la pirámide del Templo Mayor, Quetza le contaba a Ixaya el resultado de sus cavilaciones: era evidente, le decía, que todos los astros del cielo no eran redondos y planos, sino esféricos. Bastaba con observar las fases creciente o menguante de la Luna para establecer este hecho. Un disco jamás proyectaría una sombra parcial y semicircular sobre sí mismo; eso sólo ocurría con los cuerpos esféricos. Por otra parte, resultaba evidente que el Sol era también una esfera: era notorio que el Sol cambiaba su órbita durante el año; en los meses de verano describía una curva en línea con el cénit, le decía a Ixaya dibujando un semicírculo en el aire con su índice, mientras que en invierno este recorrido se inclinaba hacia el horizonte y era más breve. Si el Sol fuese un disco plano, durante esta estación debería verse ovalado, tal como se vería un medallón escorzado mostrando su canto. Sin embargo, donde estuviese, siempre se veía perfectamente redondo. Entonces, si la Luna y el Sol eran esféricos, también debería serlo Cemtlaltipac, la Tierra. Este hecho se veía confirmado durante los eclipses, momento privilegiado en que los hombres podían ver la sombra de la Tierra proyectada en la superficie de la Luna.
Para los mexicas el mundo tenía dos límites: el cielo y el mar. Así como el cielo era la frontera insuperable con aquellos astros que se veían en el firmamento, el mar era el límite absoluto, ya que ni siquiera se percibía que hubiese algo más allá. Entonces Quetza, echado boca arriba, le decía a Ixaya que la Tierra no podía ser muy diferente de los mundos que se veían en aquel cielo nocturno. Que así como resultaba claro a simple vista que había otros mundos desperdigados por el cielo, era seguro que existían otras tierras dispersas en el mar, que si no se llegaban a divisar, como las estrellas, era porque la Tierra era esférica. Quetza estaba convencido de que si alguien se aventuraba mar adentro, después de algunos días de navegación, se toparía con otro mundo. Ignoraba si había otros pueblos en las demás tierras al otro lado del mar pero existían relatos que así lo señalaban. No sabía cuánto había de cierto en los cuentos que hablaban de los hombres barbados de cara roja que solían verse a veces cerca de las costas a bordo de barcos de innumerables remos, pero eran todos muy coincidentes. El mar, según su concepción, era el nexo del presente con el pasado y el futuro. Mientras hablaba Quetza,. Ixaya por momentos cerraba los ojos imaginando cómo serían las tierras al otro lado del mar, qué aspecto tendrían aquellos hombres barbados. Entonces, sin dejar de hablar, Quetza contemplaba el perfil de su amiga, su frente alta y el pelo negro, largo y pesado, coronado por una pluma azul de alotl; mientras ella permanecía con sus enormes ojos grises cerrados, él, sin interrumpir el relato, miraba sus facciones suaves, su cuello largo y los hombros tersos. Y así, como un adelantado de los sueños, poniendo nombre a los mundos desconocidos, Quetza veía los labios encarnados de Ixaya y debía llamarse a la cordura para no besarla. Muchas veces estuvo a punto de hacerlo, pero no se atrevía a correr el riesgo de que todo lo que había construido, se derrumbara en un segundo. Sabía que la única forma de mantener aquellos encuentros furtivos era conservando vivo aquel fuego alimentado con la crepitante leña de los relatos. Pero por más que intentaran soslayarlo, ambos sabían que iban a tener que separarse por un largo tiempo.
La infancia de Quetza junto al viejo Tepec y a sus grandes amigos, Ixaya y Huatequi, fue un remanso de felicidad entre la tragedia que signó los primeros días de su existencia y el momento en que debió abandonar la casa. El ingreso al Calmécac fue para Quetza un inmerecido castigo.

El Conquistador - Federico AndahaziDonde viven las historias. Descúbrelo ahora