22.El libro de las maravillas

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Era una decisión tomada: pese a la urgencia del regreso, Quetza determinó que no habrían de volver por la misma ruta que habían seguido para llegar al Nuevo Mundo, sino navegando siempre hacia el Levante. De acuerdo con sus cálculos y según los mapas que había trazado junto a Keiko, el camino de las Indias era mucho más extenso y plagado de obstáculos; sin embargo, era tan imperativo conocer los pueblos del Oriente como anticiparse al seguro arribo de los europeos a Tenochtitlan. Y, sobre todas las cosas, alcanzar las tierras de Aztlan.
Los comerciantes de Venecia guardaban una larga aunque muchas veces interrumpida relación con Oriente. A su paso por la ciudad de los canales, Quetza obtuvo algunas de las cartas que había establecido un célebre mercader, acaso uno de los primeros en recorrer los caminos entre las tierras de los tártaros y el extremo de Catay.
Muy pocos apuntes quedaron del viaje de la avanzada mexica por Oriente. Sin embargo, pueden deducirse los puntos que fueron uniendo a su paso y las maravillas que descubrieron en cada reino. La piel amarilla de los mexicas y el origen y apariencia de Keiko por momentos facilitaron la travesía y, por otros, fue un obstáculo casi insalvable. A diferencia de Marco Polo, quien se vio forzado a viajar hacia el Oriente por tierra, ya que las rutas marítimas estaban cerradas para los venecianos, la escuadra mexica necesitaba de sus barcos, por cuanto no existía forma de regresar a Tenochti-tlan si no era por mar.
Así, partieron de Venecia y navegaron por el mar Adriático hasta llegar a la isla de Negroponte, también llamada Eu-bea. Allí Quetza conoció el origen de los dioses que crearon no ya a los hombres, sino a los propios dioses que se expandieron en Europa, convertidos en diferentes entidades. Y, en efecto, aquellas tierras fabulosas en medio de un mar turquesa nunca visto, parecía la morada de las deidades. Los libros de los poetas decían que en esa isla Zeus, el Dios de los Dioses, se había casado con su tercera esposa, Hera, y que allí, de la divina unión, habían nacido Hefesto, Ares, Ilitía y Hebe. Así, la escuadra mexica descubrió que las epopeyas de los dioses que habían creado el Valle de Anáhuac no eran diferentes de aquellos dioses a los que cantaban los griegos. Luego de unir las islas que, como gemas preciosas, formaban un collar en el mar Egeo, llegaron a Turcomania a través del mar de Mármara y, por fin, quedaron a las puertas mismas del Oriente: el Bosforo, la estrecha antesala que conducía a la magnífica Constantinopla.
Supo Quetza que aquella ciudad, también llamada Bizan-cio, en la que los minaretes y las angostas agujas de los palacios competían por alcanzar el cielo, había sido la capital de aquel mundo que acababan de descubrir. O, más bien, había sido el centro de los imperios más grandes del Nuevo Mundo: el Imperio Romano, el Bizantino y, por aquellos días, el Turco. Constantinopla era la puerta entre Oriente y Occidente y, por entonces, los mahometanos se ocupaban de que permaneciera bien cerrada para los pueblos infieles. El templo mayor, Ayasofia o Santa Sofía, según quien estuviese en el poder, era no sólo el emblema de la ciudad, sino que sus ladrillos eran el testimonio mudo de su historia: el Cristo Rey y Mahoma se la habían disputado desde su construcción; fue iglesia, luego mezquita y, se dijo Quetza, terminaría siendo el templo de Quetzalcóatl. La avanzada mexica supo que Constantinopla, o Necoc, tal como la bautizaron, término este que significaba "Ambos lados", era, acaso, el punto más importante; de hecho, quien tenía la llave de aquella puerta privilegiada tenía el dominio del mundo.
La escuadra mexica se internó en el Ponto Euxino, conocido en las cartas venecianas como Mar Mayor, a cuyo Norte se extendía la temible Provincia de la Oscuridad. Pasaron por el puerto de Samsun y tocaron tierra en Trebisonda. En Turcomania, Quetza recibió como obsequio de uno de los grandes caciques mahometanos un caballo y una yegua que superaban en hermosura y pureza a los que traían de España; de hecho, allí se criaban los mejores caballos de la Tierra. A su paso por la Gran Armenia, le regalaron las más be-lías telas que jamás hubiese visto y conoció las fabulosas minas de plata que, otrora, proveían del metal a los europeos. Pudo ver con sus ojos la gigantesca montaña que mencionaban los libros sagrados como el lugar donde descansaban los restos de la gran barca que, según los nativos, salvó la vida de la faz de la Tierra cuando un diluvio asoló al Nuevo Mundo.
Resulta un verdadero enigma el modo en que la flota capitaneada por Quetza pudo llegar con sus barcos desde el Ponto Euxino hasta el río Eufrates; pero lo cierto es que las notas dejaban constancia de que estuvo tanto en uno como en otro, siendo que no había curso de agua conocido que uniera el gran mar interior con el río mesopotámico. Navegaron las aguas que los libros sagrados de los nativos señalaban como uno de los ríos del Paraíso y, en su curso, visitaron Mosul, donde fueron obsequiados con finas sedas, especias y perlas. Estuvieron en Muss, en Meredin y llegaron a la gran Baudac. La ciudad de Baudac, llamada en los libros Susa, estaba habitada por un sinnúmero de pueblos: judíos, paganos y sarracenos convivían en paz. Allí le fue obsequiada una pareja de camellos. Quetza y su comitiva quedaron maravillados con esas bestias: no sólo eran capaces de llevar en su lomo a un jinete con sus pertrechos igual que los caballos, sino que podían atravesar desiertos enteros con el agua que cargaban en sus gibas. Con esos animales fuertes, ágiles y nobles podrían franquear las barreras desérticas que existían más allá de Tenochtitlan y serían un gran instrumento a la hora de conquistar el Nuevo Mundo.
Navegaron luego durante dieciocho jornadas y llegaron al golfo de Persia. Entraron, por fin, en el Mar de la India. El primer punto que tocaron a la salida del golfo fue Curmós. Aquella pequeña ciudad constituía la segunda puerta, si se consideraba a Constantinopla como la primera, ya que, en ese preciso lugar, se iniciaba la ruta hacia el Oriente Lejano y, según consideraba Quetza, hacia la mismísima Tenochtitlan. No fue fácil para la escuadra atravesar ese estrecho que era una vieja guarida de piratas, cuyos barcos acechaban a las naves que entraban o salían cargadas de mercancías. Según se desprende de las escasas crónicas de este tramo de la epopeya, debieron luchar con denuedo no sólo para proteger el valioso cargamento, sino también para conservar sus propias vidas.
Una vez en mar abierto, pusieron rumbo hacia el Levante y, sin obstáculos, arribaron a la India. Quetza pudo haber escrito libros enteros sobre las maravillas que vio en la India y, de hecho, taí vez así haya sido. Sin embargo, son muy pocas las notas que de este tramo del viaje han podido reconstruirse. Se sabe que quedó deslumhrado con sus templos, tan semejantes a los de su propia patria y con sus palacios majestuosos que tanto se parecían a los de su tlatoani. Si para la sociedad mexica el Estado estaba por delante de cada uno de sus miembros, en aquellas tierras el universo entero parecía girar en torno de cada individuo. Pero a diferencia de los italianos, quienes compartían la experiencia individual entregados al goce de la existencia, aquí cada quien parecía vivir encerrado dentro de sí. Podían caer ciudades, derrumbarse dinastías, surgir y desaparecer imperios, establecerse alianzas, ocurrir pestes y hambrunas, y, sin embargo, nadie parecía inmutarse. Todos se entregaban a la contemplación de su propio espíritu. Si para los mexicas no existía un más allá luego de la muerte, para los indios la muerte era sólo una circunstancia fugaz, una pequeña nada entre dos eternidades hechas de vida. La vida continuaba en sucesivas y eternas encarnaduras, transmigraciones de cuerpo en cuerpo hasta alcanzar el saber verdadero. De este permanente y doloroso renacer habría de surgir, al fin, la redención. Si aquel Nuevo Mundo vivía bajo la disputa feroz entre los cruzados del Cristo Rey y las huestes de Mahoma, en la India toda disputa parecía caer dentro del enorme y beatífico vientre del Buda; en su colosal abdomen todo se armonizaba.
En la ciudad de Cail, a Quetza le fue obsequiada una pareja de elefantes pero, viendo que las dimensiones de las bestias no se ajustaban a la capacidad de las naves, finalmente le dieron sólo una elefanta preñada que asegurara la descendencia: sabían adivinar en la forma de su vientre si lo que llevaba sería un macho o una hembra. Los mexicas jamás habían imaginado que pudiera existir un monstruo de semejante tamaño, fortaleza y mansedumbre. La carabela que le había regalado la reina Isabel parecía aquella mítica arca que, decían, estaba en la cima del monte Ararat. Caballos, camellos, elefantes, aves, perros, roedores y hasta insectos se hacinaban en la bodega de la segunda nave de la reducida escuadra. Y así, cargados con todas esas novedades, zarparon de Cail con rumbo al Oriente.
Luego de varias jornadas, tocaron el extremo de la Pequeña Java, en Sumatra, también llamada Isla de Oro. Quet-za y sus hombres supieron que había en la isla montañas doradas y acaso tanto oro como en el valle de Anáhuac. Era aquella ciudad uno de los dos extremos del puente marítimo que conducía a la mismísima Catay; por fin iban a conocer la tierra que les había prestado la identidad frente a los ojos de todos los pueblos que visitaron. Durante tanto tiempo los habían creído cataínos, que los mexicas casi llegaron a convencerse de que eran oriundos de allí. Y acaso no se equivocaran. Navegaron en torno del vientre henchido que formaba el extremo del continente oriental sobre el mar de Cin, tocando las costas de (Jaitón, Fugiú, Cianscián, Ciangán, Ciangiú y Tigiú. Y a medida que iban conociendo las ciudades y los pueblos de Catay, no podían evitar la extraña certeza de que, aunque jamás habían estado antes en esas tierras, todo les era familiar. Certidumbre que se convirtió en pasmo cuando, tallado sobre la entrada de un palacio de Tundinfú, vieron la figura inconfundible de Quetzalcóatl.

El Conquistador - Federico AndahaziDonde viven las historias. Descúbrelo ahora