Jaguar 1

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Las calmosas corrientes que nos habían impulsado hasta el momento, los suaves vientos que henchían los juncos de las velas y el cielo diáfano, soleado de día y estrellado por las noches, de pronto nos abandonaron. Mientras navegábamos con rumbo Este, divisamos una tormenta que venía veloz a nuestro encuentro. Por más que cambiáramos el curso en el sentido que fuese, no había forma de escapar de ella. El cielo se veía negro; como si fuésemos a entrar en una caverna, el firmamento no parecía hecho de nubes sino un alto techo de piedra. Un viento frío soplaba de frente y tuvimos que arriar las velas para que no se volaran llevándose el mástil. Los relámpagos caían al mar tan cerca de nosotros que los truenos sonaban al mismo tiempo que los rayos, levantando paredes de agua aquí y allá. Todas las juntas del barco crujían con un estrépito ensordecedor, como si fuese a partirse en mil pedazos. De no haber sido por las innumerables tareas que había que hacer a bordo para que el barco se mantuviese a flote, me habría invadido el terror. Tal como me enseñó mi padre, sabía que el miedo se vence con la razón, manteniendo la cabeza ocupada con pensamientos de orden práctico, tendientes a salir del atolladero y no entregándose al pánico que enceguece y se convierte en nuestro verdugo. Por otra parte, veía que cuantas más órdenes daba a mis hombres, mientras más faenas les encomendaba, por inútiles que fuesen, mejor sobrellevaban también ellos el temor.
Nunca había visto el mar tan furioso: de pronto la nave se elevaba como si fuese a echarse a volar; en un momento estábamos en la cima de una montaña de agua y de inmediato nos precipitábamos hasta caer en un pozo tan profundo que parecía no tener fin. Las olas estaban hechas de una espuma como salida de la boca de un animal furibundo. El viento llevaba al barco a su antojo, de aquí para allá. Por mucho que remaran mis hombres, por más que hundieran los remos verticales, de punta, no había forma de darle dirección. Temiendo que los remos pudiesen quebrarse, ordené que los alzaran y dejáramos que la corriente nos guiara. Debíamos mantenernos bien sujetos, incluso agarrándonos entre nosotros, para no salir despedidos de la nave: las olas entraban a la cubierta con tal fuerza que, una vez que pasaban, teníamos que comprobar que no se hubiesen llevado a nadie. Jamás vi un cielo tan espantoso: no podía distinguirse si era día o noche; estábamos iluminados por la hoguera que ardía dentro de las nubes, así se veían los relámpagos. Los rayos arreciaban de tal forma que parecían querer incinerar el mástil. Se hubiera dicho imposible que el barco se mantuviera a flote. Lejos de cesar, la lluvia se hacía tan intensa que ya no se distinguía cuáles aguas venían del mar y cuáles del cielo.
Mis hombres imploraban a sus dioses: los tainos suplicaban clemencia a Juricán, Señor de los Vientos, y los mexicas rogaban a Tláloc, el Dios de la Lluvia, que se apiadara de nosotros. Tan exhaustos estaban todos, que algunos parecían desear la muerte para terminar de una vez con ese martirio. Pero no podía permitir yo que se impusiesen esos pensamientos: había que pelear contra la tormenta si realmente queríamos salir con vida.
Dos días enteros anduvimos bajo esa tempestad. De pronto, con la misma espontaneidad con la que se había gestado, la tormenta se extinguió. Dejó de llover, las aguas se calmaron y el cielo comenzó a despejarse. Una brisa suave barría las nubes, dejando al descubierto un cíelo tan azul como el que nos había acompañado durante los primeros días. Pude ver lágrimas en los ojos de varios de los marinos. Aquellos mexicas duros, ladrones algunos, asesinos otros, cegados por la ambición todos, de pronto no tenían pudor en mostrarse llorando como niños. Había sido tanta la angustia, tanto el miedo y el esfuerzo, que aquellas lágrimas estaban hechas con la mezcla del padecimiento y la felicidad. El desempeño de los huastecas fue heroico; jamás habían enfrentado una tempestad semejante en altamar, aunque conocían los peligros que entrañaba el océano; de hecho, se criaron sobre una canoa. Pero los mexicas habían protagonizado una verdadera epopeya. Para estos hombres nacidos en medio de la montaña, acostumbrados a las aguas quietas del lago que rodeaba Tenochtitlan, el mar era algo extraño y ajeno.
Sólo cuando todo hubo cesado, me dispuse a revisar la nave para comprobar si había daños. Con verdadera preocupación, Maoni y yo examinamos palmo a palmo cada ápice del barco. Después de inspeccionar hasta el último resquicio, para nuestra dicha pudimos verificar que el barco estaba realmente bien construido: salvo ligeras roturas que podían repararse fácilmente a bordo, no encontramos averías mayores. Supuse que podíamos continuar con nuestra empresa sin complicaciones.
Pero aún ignoraba que estábamos a las puertas de un peligro todavía mayor que la tormenta. La tempestad se había instalado en el corazón de mis hombres.

El Conquistador - Federico AndahaziDonde viven las historias. Descúbrelo ahora